Las aventuras del Hijo de Satán…
#8 – Un mundo en tinieblas I
800 almas
Por Tomás Sendarrubias
Fecha de publicación: Mes 174 – 10/12
Buffalo Run, Fénix. Arizona.
Richard Honeyhorse despierta con la que parece ser la peor resaca de su vida. El sol entra con violencia en su habitación, como puñaladas de luz a través de las persianas bajadas, arrancando un gemido ahogado de la seca garganta del muchacho. Se retuerce sobre las sábanas empapadas de sudor de su cama, que despiden un agrio hedor a alcohol y sudor, y consigue ver la hora que aparece en el reloj despertador de su mesilla, y hunde de nuevo el rostro en la almohada. Casi las tres de la tarde. Hace mucho que debería haberse levantado para ir a clase, de hecho, ya prácticamente estaría de vuelta. Otra ausencia que tendrá que justificar, y el Director Southorn ya está suficientemente molesto con él por la pelea que tuvo con Benjamin Woods una semana atrás. Claro, que Southorn parecía siempre molesto con él, y aunque su madre no quería creerlo, Richard sabía que al director no parecía gustarle que un Pueblo como él anduviera haciendo vida normal, fuera de la reserva cercana a Mesa Grande. Le había expulsado tres días por la pelea con Benjamin, y a pesar del disgusto que se había llevado su madre y del problema que había supuesto tener que pagar el seguro médico de Woods, Richard se sentía orgulloso por lo que había hecho. Benjamin Woods no volvería a llamarle «perro piel roja». Y si volvía a hacerlo, no le importaría partirle otro par de dientes y romperle el otro brazo.
Es consciente de que tiene que levantarse. Tiene sed, nota el estómago revuelto, y todo a su alrededor parece apestar. Con los ojos entreabiertos, Richard se incorpora, arroja los bóxer con los que se había desplomado sobre la cama a un rincón, y se tambalea hasta el baño, donde evitando mirarse en el espejo, se mete en la ducha. El agua caliente parece reanimarle un poco, y consigue por fin abrir los ojos. Abre la boca y se enjuaga con el mismo agua caliente que cae de la ducha, necesita quitarse ese sabor a algo muerto de la boca. ¿Cuánto bebió anoche? Cree que mucho. Alcohol y algo más. Cocaína seguro, recuerda meterse dos rayas con Ashton, y el hedor de sus sábanas revela que probablemente fueron muchas más. Se pregunta si tomó algún tipo de pastilla. No lo recuerda del todo, aunque sí tiene la imagen en su mente de alguien ofreciéndole una pequeña píldora de color amarillo brillante. A saber.
El agua parece espabilar a Richard, que finalmente, sale de la ducha y se dirige de nuevo a su cuarto, embutiéndose en unos vaqueros negros y una camiseta de Linkin Park. Se calza y sale de la habitación, bajando de dos en dos los escalones de la escalera que lleva a la cocina. Antes de llegar es consciente de que su madre debe haber salido, y lanza un suspiro de alivio, le duele demasiado la cabeza como para soportar reprimendas en ese momento, y el estómago comienza a rugirle. Con raudos pasos, se acerca a la nevera y se sirve un gran vaso de zumo de naranja que bebe de un trago antes de ponerse otro y dedicarse a buscar algo más sustancioso. Hay algo de jamón cocido y de pavo, así que prepara pan de molde, lechuga y mostaza para prepararse un buen bocadillo. Y entonces ve un molde de pastel de carne. Su madre lo ha debido preparar por la mañana y dejarlo para hornear justo antes de la cena, pero el olor le resultaba embriagador a Richard. Casi siente un vahído, una sensación extraña, de mareo, mientras coge el molde y lo saca de la nevera, dejándolo sobre la mesa.
Antes de darse cuenta, Richard ha devorado la mitad del pastel de carne hasta que finalmente se siente saciado y satisfecho. Sonriente, Richard Honeyhorse se dirigió a la puerta de la casa y salió a las cálidas calles de Buffalo Run. Sabía que encontraría a alguien despierto, y en algo tenía que ocupar lo que quedaba de tarde hasta que volviera a anochecer y comenzase de nuevo la fiesta.
El sonido del motor de la moto retumba por toda la calle central de Buffalo Run, haciendo que los pocos lugareños que se encuentran allí a mediodía, con el sol de Arizona cayendo a plomo sobre ellos, se giren con gesto de sorpresa y ligero disgusto, como si aquel sonido fuera algo molesto por lo inesperado. Así, cuando la moto de gran cilindrada se detiene junto al Café de Molly, varios pares de ojos miran con completo interés al joven que desciende del vehículo ágilmente, vestido con unos vaqueros gastados, botas de motorista y una cazadora de cuero rematada con hebillas en puños y cintura. Se quita el casco completo, y mira a los que le observan frunciendo el ceño, un gesto no demasiado amigable. Sacude la cabeza, apartando el pelo castaño oscuro de su rostro, y mirando a su entorno con unos ojos de mirada dura, del color del caramelo, enmarcados por unas cejas rectas y rígidas. Con cierto aire de desafío, Jack Russell deja detrás de sí la calle y la moto, y entra en el Café de Molly. Se detiene un segundo al ver el local, casi un cliché sobre cualquier cafetería de carretera de Estados Unidos, y con Dolly Parton cantando en el hilo musical, mientras una mujer de unos cincuenta años (Molly, probablemente, piensa Jack), pasa un trapo con fuerza sobre una plancha de cocina situada tras la barra, canturreando la canción. El crujido de las botas de Jack llama la atención de la mujer, que se gira con una gran sonrisa pintada en el rostro. Jack se dirigió hacia la barra y tomó asiento en una de las altas banquetas, echando un vistazo a la carta que había sobre la barra.
-¿Qué te pongo, cielo?-pregunta Molly, y Jack enarca una ceja. Ha oído a muchas camareras llamar «cielo» a los clientes, con muchos sentidos y muchos significados e intenciones, pero en aquella mujer, sonaba sorprendentemente cariñoso.
-Café-responde Jack, mirando el local vacío.
-Claro-responde ella, llenando generosamente una taza-. ¿Algo para comer?
-¿Qué me recomendarías?
-La carne es realmente buena. Y hacemos las mejores hamburguesas de todo Arizona.
-Pues ponme una con todo. Estoy famélico.
-La carretera da hambre-sonríe Molly, mientras
-Se te ve necesitado de una buena hamburguesa, sí-asiente Molly, sonriendo-. Hamburguesa doble para el chico de la moto ruidosa. Patatas, aros de cebolla y ensalada. Al pastel de chocolate, invita la casa.
-Genial-sonríe Jack, sintiéndose más relajado de lo que había estado en los últimos días, desde que había empezado a escuchar aquella especie de rugido en el cielo que le había arrastrado hasta allí.
-No vienen muchos chicos jóvenes como tú por Buffalo Run-dice Molly, preparando la carne sobre la plancha, a la vista de todos los clientes que pudiera tener la cafetería, al tiempo que señala con la barbilla a Jack una cafetera que hay sobre la barra-. Sírvete tú mismo, voy a tener las manos ocupadas, y queda un rato para que venga Amy, la chica que me echa un mano con todo esto.
-Claro-responde Jack, poniéndose otra taza de café-. Negro como el corazón del demonio, dulce como el beso de una mujer.
-Mi abuelo decía algo así sobre el café-ríe ella-. Un dicho del sur. Pero no tienes acento de Misisipi, ni de ningún sitio parecido.
-He viajado mucho-afirma Jack, tratando de no pensar en la realidad que hay tras sus viajes-. Y he escuchado muchas cosas en muchos sitios.
-Entonces, entiendo menos qué haces en Buffalo Run, a no ser que estés de camino de algún sitio hacia algún sitio.
-Esperaba poder pasar unos días aquí. Necesito descansar de la carretera.
-Hay un motel al final de esta calle. Mi hermana Maud es la dueña. Llamaré para decir que vas de mi parte, te tratará bien.
-Eso sería genial, señora…
-Molly. Molly está bien.
Al igual que Jack Russell, Anthony Redcloud había escuchado la llamada, el aullido continuado que parecía proceder del cielo, pero al contrario que Russell, Redcloud no había tenido que atravesar medio país para llegar a Buffalo Run. Él estaba mucho más cerca, en la reserva de Mesa Verde, en pleno corazón de lo que habían llamado las Cuatro Esquinas de los Indios Pueblo, los antiguos anasazi. Redcloud tampoco llega a la población a plena luz del día, sino que lo hace cuando ya ha entrado la noche, bajo un cielo sin luna y con unas estrellas grandes como puños que parecían destellar allí, en la noche de Arizona, lejos de todas partes.
Redcloud era un chamán, un hombre-medicina, como lo había sido su padre, y el padre de su padre, y así podía remontar su linaje hasta los tiempos anteriores a la llegada del Hombre Blanco. Tenía sesenta años, y había escuchado y visto a los espíritus desde que su madre aún le cantaba en la cuna, y su pueblo había buscado su consejo y su sabiduría desde mucho antes de la muerte de su padre, y eso que Anthony sólo tenía catorce años cuando una caída a caballo segó la vida de John Redcloud. Y en esos más de cuarenta años, Anthony Redcloud podía prácticamente afirmar que lo había visto casi todo. Había cabalgado sobre los espíritus de sus antepasados, viviendo vidas que no eran la suya en busca de sabiduría que se había perdido. Había cantado con la voz de la noche, la piedra y el agua para sanar a los suyos. Había cantado con la voz de la sombra, el fuego y la lanza para enfermar a sus enemigos. Había liberado a una niña que había sido atrapada por una docena de espíritus antiguos y furiosos, y los había desterrado, uno por uno. Había buscado su tótem, y en sus alas, había escuchado las palabras de la Madre Tierra y el Padre Cielo. Había aprendido el viejo idioma que no era una lengua, los símbolos y glifos que ataban, desataban, llamaban y convocaban, y recordaban lo ocurrido o predecían lo que había de venir. Y en el último año y medio, había tenido que defender a los suyos en las noches en que los demonios habían dejado de tener límites y habían hollado de nuevo el mundo con sus pies venenosos; y luego había visto como sus habilidades decaían hasta casi extinguirse y se alzaban como no lo habían hecho nunca cuando el espíritu del mundo había cambiado.
Jamás había escuchado un sonido como aquel, jamás había sentido aquel tirón en lo más profundo del alma. Llegaba a Buffalo Run aturdido y pesaroso, con sus viejas manos temblorosas y llevando continuamente sus dedos al saquillo de cuero que colgaba de su cuello. Dentro estaban las hierbas y las piedras que había recogido en la juventud de sus días, la piel se había cosido con hilo de tripa de ciervo, bordado entre viejos cánticos y ensalmos, y se había curtido con el humo de plantas sagradas. La Bolsa Medicina era el símbolo de cualquier chamán, y la de Anthony Redcloud, además, para él, contenía su suerte. La iba a necesitar si esa llamada había atraído a más como él.
Escucha los aullidos, y sus peores miedos se hacen ciertos. Y toman forma. No ha venido solo él. Otros han escuchado esa llamada. Con el puño cerrado sobre la bolsa, Anthony comienza a mascullar un cántico gutural, una canción en el viejo idioma de la sangre y la plata. Los sonidos de los lobos están cada vez más cerca, es como si le hubieran olido, como si le hubieran presentido. Es obvio que tienen una presa: él.
La canción se convierte en un gruñido cuando un espasmo de dolor recorre el cuerpo de Anthony Redcloud. Grita cuando su mandíbula se disloca y los huesos se licuan, remodelando piel, tendones y músculos, que se agrandan, dando espacio a nuevos colmillos afilados que rompen sus encías con brusquedad y le llenan la boca del sabor oxidado de la sangre. Los huesos de sus manos se estiran, crujen, y llega el terrible momento en el que las rodillas se giran por completo con un sonoro chasquido. Anthony cae hacia delante, apoyando sus manos en el suelo mientras sus músculos se hinchan y sus ojos se hacen más grandes. Aúlla mirando a la luna, aúlla con un grito de desafío.
El lobo aparece ante él poco después, respondiendo a su aullido con un rugido que significa «Vete de aquí, viejo». El lobo es joven, fuerte, de pelaje negro y ojos rojos. Es más grande que Anthony, y probablemente, más veloz y más fuerte. Aunque de Anthony Redcloud solo queda la conciencia, como una parte del pensamiento de un enorme lobo gris de ojos negros que se encuentra en aquel camino desértico, rodeado de cactus y de enormes piedras rojizas. Un eco sordo brota del vientre de Anthony, escapando por sus entrecerrados colmillos. Se quedará allí, es lo que quiere decir. El lobo joven aúlla, dichoso. No rehuirá el combate. Lo disfrutará. Anthony no piensa darle el beneficio del primer golpe, y antes de que el lobo negro se encare hacia él, salta en su dirección, tratando de morderle el cuello con los colmillos. Falla por centímetros, ya que el lobo negro parece percibir su movimiento. Con un poderoso salto, el lobo negro se arroja sobre Anthony, golpeándole en el lomo con las garras delanteras y empujándole varios metros hacia atrás. Anthony ladra, un auténtico gruñido de fuerza y poder que debería haber puesto a su oponente de rodillas… pero no funciona. Sus colmillos centellean en la oscuridad, capaces de triturar el propio hueso. Anthony intenta morder, realizando una finta, pero antes de alcanzar al lobo negro, este salta sobre sus patas traseras y lanza una dentellada a los cuartos traseros de Anthony, desgarrándole la cadera y triturando una de sus rodillas. Un gañido escapa del hocico de Anthony, que trastabilla mientras el lobo negro vuelve a intentar morderle el cuello, pero se rehace y consigue morderle en el pecho, alejándose de él, cojeando.
El lobo negro lanza un gruñido siniestro, furioso, mientras da varios pasos hacia atrás. Anthony le mantiene la mirada… y siente auténtico terror cuando ve el destello de unos ojos plateados junto a los del lobo negro. Debería haberles olido. Debería haberles oído. Hay más lobos allí, en la oscuridad. Silenciosos, llenos de rabia.
El lobo negro es solo una avanzadilla.
Sabedor de que no puede hacer otra cosa, Anthony se tumba y muestra el cuello, en símbolo de rendición, antes de que la Manada se arroje sobre él en un tornado de colmillos, huesos rotos y sangre.
En el sueño, Jack puede ver la Jauría. Al menos cuarenta grandes lobos llegan de todas partes, de los cañones y canteras cercanos al pueblo, bordeando la carretera y los caminos secundarios, para reunirse en el viejo bosque de cactus, donde ha llegado el viejo lobo gris para lanzarse sobre él. Es un sueño convulso, y Jack se mueve a un lado y a otro de la dura cama que ocupa en el Motel de Maud, mientras en el cielo, escucha el aullido de la convocatoria.
Despierta empapado en sudor y en mitad de un cambio. Hacía mucho tiempo que Jack Russell no se dejaba llevar por un cambio involuntario, hacía mucho tiempo que el Hombre Lobo sólo llegaba al ser llamado. Pero en aquel momento, el Lobo parecía llegar a dentelladas, y todo lo que era Jack Russell parecía retroceder, acobardado ante aquella fuerza pretérita. Jack salta de la cama, cubierto ya de ásperos pelos castaños rojizos y notando el sabor del cobre en la boca, mientras las venas le arden como si en lugar de sangre, le hubieran inyectado ácido.
Hay un viejo dios ante él, y el Lobo siente el indómito impulso de tumbarse boca arriba y mostrar su vientre, pero el Hombre se resiste a la humillación. El viejo dios sonríe, y el Hombre supone que, en ese caso, la verdadera inteligencia era la que mostraba el Lobo. Sus perfiles parecen diluirse en la oscuridad, su forma es básicamente humanoide, pero hay algo lobuno en sus rasgos, y astas de ciervo brotan de la parte trasera de su cabeza. Su cuerpo está cubierto por pellejos sin curtir, como recién arrancados a media docena de animales diferentes, y sostiene un tomahawk ornamentado con plumas grises y negras. Cadenas de fuego aparecen alrededor de sus brazos y de su cuello, y las llamas se reflejan en unos ojos negros como el carbón.
El Lobo insiste dentro de Jack. Arrodíllate. Humíllate. Él es la Jauría. Él domina la Jauría. Nos cazarán. Él es el Alfa. Nos cazarán. Humíllate.
Jack Russell siempre se ha considerado demasiado testarudo como para vivir hasta una edad avanzada, siempre ha pensado que morirá joven… y probablemente sin dejar un bonito cadáver detrás. Así que el Hombre toma la decisión, y ambos, Hombre y Lobo, se arrojan contra el cristal de la habitación, que estalla en mil pedazos mientras caen al suelo, sangrando por algunos cortes. El dios ríe tras él, la llamada retumba en cada piedra, en el cielo, latiendo como un corazón vivo y pulsante.
No has escapado.
La Jauría te cazará.
En la trastienda de la cafetería de Molly, Molly y Maud abren los ojos y se miran. Entre las dos sujetan una vieja estatuilla de terracota, la imagen de un antiguo espíritu de los Pueblo. Hay algo lobuno en sus rostros, en el brillo cazador de los ojos de las dos mujeres, al igual que en los rasgos de la figura de barro, ajados y apagados por el paso de los años. La figura llevaba generaciones en manos de la familia de Molly y Maud, pero sólo hacía unos meses que habían comenzado a escucharla. Primero le había hablado a Molly, en sus sueños. Le había hablado de la Sangre de los Lobos, diluida entre los Hombres; de aquellos marcados por la Rabia. Le había hablado de la Jauría, y del poder de las Bestias, de cómo los espíritus habían dominado el equilibrio mucho tiempo atrás, cuando los Pueblo dominaban las Cuatro Esquinas, antes de la llegada del Hombre Blanco. Molly no tenía sangre Pueblo, pero desde luego que tenía Rabia. La había atesorado, amarga gota a amarga gota, desde que Terrance se había divorciado de ella. Desde que su Randy había muerto atropellado en el centro del pueblo por un camionero borracho. Desde que su Amy se había marchado del pueblo gritando que jamás volvería, para marcharse a Dallas con un hombre que probablemente la abandonaría en cuanto comenzara a engordar, como había hecho Terrance con ella. Molly tenía dentro Rabia, y el viejo dios reconocía la rabia.
Con Maud había sido todo más fácil. Siempre había creído a Molly. Siempre había hecho lo que ella le había dicho. Cuando Molly había dicho «ama» había amado. Ahora Molly le decía «odia», y Maud odiaba. Lo odiaba todo. El pueblo. A los ochocientos vecinos que vivían en Buffalo Run. Aquellas casas. El calor del sol. El frío de las noches del desierto. La arena. Los escorpiones. A los turistas que llegaban camino de Phoenix. Las piedras y los cactus. A aquellos que tenían sangre nativa. A los que no la tenían. A los invasores extranjeros y a los palurdos americanos. Maud había descubierto el odio, y ahora no podía parar de odiar. Y su voluntad era como la piedra. El viejo espíritu había creído poder dominarlas. Ahora, estaba prisionero de su voluntad, y ellas le dominaban a él. Y a través de él, a la Jauría.
Se habían divertido, sí, se habían divertido mucho lanzando la Llamada, atrayendo a Buffalo Run a aquellos con Rabia en la sangre. Se habían reído al ver como la Bestia despertaba incluso dentro de aquellos sin sangre de Luna en las venas. Habían visto a sus vecinos comer como animales, aparearse como bestias, les habían visto cazarse los unos a los otros. Y lo más maravilloso era que al día siguiente, nadie recordaba nada. Pero de lo que realmente se sentían orgullosas era de la Jauría. De los Hombres Lobo que habían llamado y habían atado bajo el poder del viejo dios. Molly se había sentido encantada al ver en los ojos del recién llegado, de ese «Jack» el brillo de la Rabia. Otro, un juguete nuevo. Había puesto en él esperanzas, aunque la llegada del viejo chamán lobo lo había cambiado todo. A ese no podrían dominarle. Había escuchado la llamada, pero estaba tocado por los espíritus, espíritus tan antiguos y tan poderosos como el viejo dios. Habían tenido que despertar a la Jauría… y concentradas en la Jauría, el viejo dios no había podido dominar al recién llegado.
Y ahora, Jack Russell lo sabía todo. Conocía la existencia del viejo dios y de la Jauría, y querría escapar de Buffalo Run, y volver con cazadores, con soldados… Querrían arrebatarles la estatuilla a Molly y Maud, y se quedarían solas con su rabia y su odio. No podían consentirlo.
Las dos volvieron a clavar sus ojos, redondos como monedas en la figurilla. El viejo dios aulló, y fuera docenas de lobos comenzaron a buscar furiosos el rastro de Jack Russell.
Buen número… es curioso cómo las camareras de bar de carretera siempre se las arreglan para meterse en líos, aunque normalmente no tanto.
Jack Russell… de secundario del Caballero Luna marveltópico a secundario de Hellstorm… va subiendo de categoría! 😀
A ver como va la historia, de momento mola…