Hijo de Odín y Gea, dios del trueno, portador de Mjölnir, el martillo encantado hecho del mineral místico de Uru. Cuando Midgard o Asgard corren peligro, los cielos retumban saludando a su defensor más aguerrido.
#513 – Falta de caridad III
… primero ha de volverse loco
Por Bergil
Fecha de publicación: Mes 28 – 8/00
El dios del trueno flexionó sus brazos, pero resultó inútil: los enemigos que le habían sorprendido le conocían demasiado bien, y las ligaduras que le apresaban eran fuertes. Así pues, tendría que esperar un momento más propicio.
A su alrededor, un grupo no demasiado numeroso de gigantes sonreían, burlones. No todos los días tenían la ocasión de sorprender a un aesir aislado, y mucho menos al propio príncipe de Asgard.
– Es inútil que te esfuerces, diosecillo -dijo uno de sus captores-. No podrás escapar, por mucho que lo intentes.
Thor no se molestó en replicar a la burla. Por el contrario, se esforzó en recordar cómo había llegado a aquella situación…
Por lo que podía recordar, acababa de salir de Hel, cuando algo cayó sobre él desde las alturas. Reponiéndose de la sorpresa con rapidez, se giró para enfrentar a quienquiera que hubiera osado atacar al príncipe de Asgard (1). Ante sus ojos se encontraba un grupo de gigantes de hielo, los ancestrales enemigos de los aesires. En condiciones normales, Thor no habría tenido mayores problemas en deshacerse de ellos, como había ocurrido en tantas otras ocasiones; pero el dios del trueno todavía no se había restablecido completamente de los sufrimientos recibidos durante su viaje a la capital del Reino Dorado (2), y sus enemigos cayeron sobre él, golpeándole sin tregua ni piedad. Ni siquiera el poderoso Mjölnir, su mazo encantado forjado del mineral místico de Uru, fue bastante para alcanzar la victoria.
Entre grandes risotadas, los gigantes aprisionaron sus miembros, maniatándoselos con fuertes cadenas forjadas en algún abismo ignoto. Una mordaza le impedía pronunciar palabra alguna. Desde donde se encontraba, podía ver perfectamente su martillo, que permanecía en el lugar al que había caído de su mano en el momento de la derrota. Y allí seguiría, a pesar de los ímprobos esfuerzos que los gigantes realizaban para intentar levantarlo. Ni aplicando sus fuerzas en grupo fueron capaces de levantarlo ni un milímetro (3).
Thor se consumía, sumido en la ira y la impotencia, al pensar que a esas horas ya debería haber regresado al campamento levantado frente a las puertas de la capital del Reino Dorado. La batalla que se avecinaba sería, probablemente, la batalla para la cual había nacido, más aún que el fatídico Ragnarok que pondría fin a la creación en un futuro lejano (4). Contrajo nuevamente sus músculos, en un fútil intento de liberarse, pero nada ocurrió. Las cadenas habían sido forjadas por herreros hábiles, y estaban demasiado apretadas.
Súbitamente, un alboroto a su espalda llamó su atención. Incapaz como era de volver la cabeza, prestó atención por si pudiera sacar alguna ventaja de la confusión.
– ¡Malditos botarates! -gritó una voz áspera, pero, de algún extraño modo, femenina a la vez-. ¿Qué es lo que habéis hecho?
– Pero tú nos dijiste… -se excusaron los gigantes; casi con temor, pensó Thor, como si fueran chiquillos avergonzados después de haber sido sorprendidos cometiendo alguna travesura infantil.
– ¡Yo os dije, yo os dije! -remedó burlonamente la primera voz-. ¿Qué es lo que os dije, si es que pude saberse?
– Nos dijiste… -volvieron a decir los gigantes.
Pero no pudieron continuar. Quienquiera que estuviera reprendiéndolos les interrumpió de nuevo.
– Os dije, malditos gaznápiros, gañanes hijos de siete padres, que detuvierais al Tronador. ¡Que le detuvierais! ¡No que le apresarais y le atarais como si fuera un fardo que hay que transportar! ¡Malditos estúpidos! ¡Ni de seguir unas sencillas instrucciones, sois capaces! ¡Cualquiera sabe de qué humor estará ahora!
Aunque no había, ni mucho menos, perdonado en su interior la derrota sufrida a manos de los gigantes, de haber estado en libertad el dios del trueno habría tenido que esforzarse por no reír. «Afortunadamente«, pensó Thor, «esta maldita mordaza está tan apretada que no me deja ni sonreír«.
En ese momento, una mano gigantesca le asió desde atrás y le levantó en el aire como si no pesara más que una pluma. Sin esfuerzo aparente, destrozó las cadenas que le aprisionaban y le dejó en el suelo, casi con suavidad. Arrancándose la mordaza con la mano izquierda, Thor extendió el brazo derecho para asir su martillo, que acudió a él con presteza. Tomándolo en su mano se giró, presto a contender con sus enemigos. Pero la sorpresa le dejó paralizado.
– ¡Angerboda! -musitó .
– Veo que me reconoces, Odinson -dijo la giganta, mientras una media sonrisa hacía aún más repulsivo su feo rostro.
– ¿Cómo podría olvidar a quien, uniéndose al dios del mal, dio ser a los grandes enemigos del Reino Dorado? (5)
– Vigila tu lengua, diosecillo -dijo la giganta, con un ramalazo de ira-, o quizá sea yo quien olvide que he sido amable contigo y te he liberado.
– Algún oculto propósito tendrás, Angerboda. Los de tu raza nunca hacen algo a cambio de nada.
– Quizá los tiempos estén cambiando, aesir.
– ¿Qué quieres decir?
– Que eres libre de marchar. Puedes ir a donde desees.
– ¿Así, sin más?
– Así, sin más.
– Muy bien. Adiós, pues. Pero te advierto, giganta: la próxima vez que tu camino se cruce con el mío, el dios del trueno no será tan benevolente… ni su martillo tampoco.
– Lo mismo vale para ti, tronador. Lo mismo.
Haciendo girar su martillo, Thor levantó el vuelo. Pero no fue muy lejos. En cuanto estuvo fuera del alcance de la vista de los gigantes, regresó sobre sus pasos hasta poder oír sus voces.
– Pero -dijo uno de los gigantes, extrañado-, ¿por qué le hemos dejado marchar? Si le teníamos a nuestra disposición…
– ¡Estúpido! -bramó Angerboda, dándole con la mano en el cogote y arrojándolo al suelo-. ¡Imbécil! ¡Mil veces botarate retrasado! ¿Es que no lo comprendéis? Ese enano rubio se dirigirá directamente hacia su ciudad, y allí se enfrentará al mil veces maldito Loki, que ha osado olvidarse de nosotros una vez ha alcanzado el poder. ¡El dios de la mentira pagará el haber agraviado a Angerboda! Venza quien venza, nosotros seremos beneficiados, porque tendremos un enemigo menos… si no dos. ¿Lo habéis comprendido ya, sesos de troll?
– Pues… no.
Dando un suspiro de impotencia, Angerboda dio media vuelta y se marchó, seguida a poca distancia por los gigantes. Desde su escondite, el dios del trueno lo había escuchado todo. Suspirando a su vez, emprendió el camino hacia Asgard.
Cuando llegó al campamento de los aesires, el ejército acampado había aumentado enormemente. Allí estaban los dioses del Olimpo, encabezados por Zeus y Ares: el dios de la guerra seguía tan malhumorado como de costumbre, comprobó Thor. En torno suyo se encontraban los demás dioses olímpicos: Hefestos, Atenea, Apolo, Poseidón, Hades …
Poco más allá se encontraba la ruidosa grey de los dioses eslavos, dirigidos por Dievas, dios del cielo; a su lado se encontraba Perun, y un poco más lejos estaban Dazbog, dios del sol; Svarozic, dios del fuego; Svantevit, dios de la guerra; y Jumala, dios de los fineses.
Hieráticos como era su costumbre, los dioses egipcios habían acampado en geométrico orden. En el centro de su grupo se hallaba la tienda de Osiris; al lado de éste se encontraba su hijo, Horus; en el resto de las tiendas estaban Apofis, dios del caos; el diminuto Bes, dios de la buena suerte; Nut y Hator, dioses del cielo; Khnum; Thot, dios de la sabiduría; Maat, diosa de la justicia; Tefnef, diosa de la humedad; Geb, dios de la tierra; Neftis, hija de los dos anteriores y hermana de Isis, Osiris y Seth; Apis y Khonsu estaban un poco más lejos. Ni Anubis, el dios-chacal, ni Ptah, dios de la muerte, estaban allí; pero sí había acudido Seth, que le dirigió miradas de odio.
A la izquierda de los egipcios se encontraban los dioses de Mesopotamia: era el propio Marduck el que los comandaba. Junto a él estaban Anu; Enki, dios del agua; Hadad, dios de la tempestad; Tammuz, dios de la vegetación, que añoraba a su esposa Ishtar; Shamash, dios del sol, y su esposa Sin, diosa de la luna; Apsu, dios del agua dulce, conversaba con Anat, la diosa de la fecundidad, mientras Baal lo hacía con su esposa Asherah. Dagon, dios de la agricultura, observaba a Mammon, dios del dinero, que intentaba evaluar cual podría ser el coste de la batalla que iban a librar. Y un poco apartados del resto estaban Yam, dios del mar; Anu, dios del cielo; Enlil, dios del viento; y Enki, dios de la guerra, que afilaba sus armas. Pero Thor no pudo ver por ninguna parte a Mot, dios de los muertos.
Si alguna parte del campamento destacaba por el colorido de las tiendas, ésta era la de los dioses hindúes. La más grande correspondía a Brahma y su esposa Sarvasati, pero apenas menores eran las ocupadas por los demás dioses: Agni, dios del fuego; Indra, dios de la guerra; Sureya, dios del sol; Ganesa, dios de la buena suerte; Varuna, dios del cielo; Siva y sus esposas Kali, Parvati y Durga; Krishna; y Visnú y su esposa, Laksmi.
Amaterasu, diosa suprema del panteón japonés, había encomendado la jefatura de sus fuerzas a su hijo, Ninigi, que había acudido acompañado de Hachima, dios de la guerra; Tsukiyomi, dios de la luna; Susanowo, dios del océano; e Inari, dios de los alimentos y la fertilidad. A su alrededor se encontraban incontables kami.
La zona de los dioses africanos era la más austera, y nada distinguía el lugar que ocupaba Andriamanitra, su jefe, del que ocupaban los demás -Amma, Bavidye, Chi-Chineke, Ogun y Shango, pero no Kalunga, el dios de la muerte-, con los que Ulik parecía encontrarse en animada conversación.
Observando con atención, Thor pudo ver que Pelé, la diosa de los volcanes, lograba mantener bajo control su volátil temperamento. Probablemente los consejos combinados de Tangaroa, Anutu, Atua, Baiama, Io, Ranginui, Papatuanuku, Tanenuirange, Algaloa y Ukupaniku hubieran contribuido a ello.
Los dioses mayas -Chac, dios de la lluvia; Itzamna, dios del cielo, e Ixchel, diosa de la luna («Qué extraño«, pensó Thor, «no veo a Ah Puch, el dios de la muerte. Esto ya no puede ser una coincidencia…«- conversaban con los aztecas -Ometecuhtli, Tezcatiploca (el dios de la noche), Chicomecoatl (el dios del maíz), Huitzilopochtli (dios de la guerra y el sol), Quetzalcoatl (dios del aire), Tlaloc (dios de la lluvia) Xipetotec (dios de la agricultura) y Xiuhtecuhtli (dios del fuego)- y los incas, Viracocha y Pachacamac.
Por último, en animada conversación con los eslavos, estaban los dioses celtas: Danu, dios de la tierra y abundancia, estaba en el mismo grupo que Leir, dios del rayo, y que Belenos, dios del sol; mientras que Caber, Cernnunos, Esus, Taranis, Tentates, Dagda (dios de la Sabiduría) y Lugh (dios de la guerra) integraban un segundo grupo. Pero Donn, el dios celta de los muertos, no estaba entre ellos.
Separado de todos los demás, meditando en lo alto de una eminencia rocosa, se encontraba Manitú, mientras que Artero, en su forma de coyote, vigilaba que nadie turbara su concentración, acompañado por Owayodata, el dios-lobo. A poca distancia de ellos estaban los dioses de las Tierras del Norte: Nelvanna, Hodiak, Turoq y Narya.
Apretando el paso Thor entró en la tienda de Odín y dobló la rodilla ante su monarca.
– He cumplido la misión que me encomendasteis, padre mío.
– En verdad, Thor, has vuelto en el memento más oportuno. La batalla definitiva está a punto de comenzar.
Poniéndose el yelmo, Odín salió al exterior acompañado de su hijo. El sol brillaba en lo alto, y las nubes se deslizaban perezosas por el cielo. Al ver salir al soberano de Asgard, todo el campamento se aprestó, tomando sus armas y pertrechos.
– Verdaderamente -dijo Hachima-, hoy es un buen día para morir.
Cuando la amenaza del Ragnarok se cernía sobre Asgard, Odín tomó a un simple periodista y le convirtió en el dios del trueno. Ahora, tras la amenaza de Onslaught, vuelve uno de los héroes más renuentes de todos…
Historias de Midgard presenta a Red Norvell
Red penetró en el edificio. Aunque las llamas todavía no se habían generalizado, la temperatura había subido varios grados, y el humo comenzaba a dificultar la visión. Los inquilinos se encontraban, en su mayoría, fuera del edificio cuando el fuego había comenzado, pero Red no quería descartar la posibilidad de que alguno hubiera regresado sin que ellos lo advirtieran.
El antiguo periodista fue abriendo las puertas de los diferentes apartamentos y registrando las habitaciones tan rápidamente como le era posible. En uno de los pisos percibió un ligero movimiento de la colcha de una cama. Cuando se acercó, pensando que se trataría de un niño, un gato bastante gordo echó zarpa de la proverbial velocidad de los de su especie y salió a toda velocidad, pegando un pequeño susto a Red, que no pudo evitar esbozar una ligera sonrisa.
Mientras, en el exterior, los matones de Ortega yacían en el suelo, inconscientes, o bien habían optado por abandonar el lugar una vez les quedó claro que el edificio no tenía salvación ninguna. rabia y Destructor Nocturno se miraron.
– ¿Dónde está Norvell? -preguntó Destructor.
– No lo sé, Dwayne -contestó Rabia-. La última vez que le vi, corría hacia el edificio.
– Vayamos a ayudarle, pues.
Uniendo la acción a la palabra, los dos miembros de los Nuevos Guerreros atravesaron el portal del inmueble. El calor era ya casi insoportable, y el humo se introducía en los pulmones con cada inhalación.
Varios pisos más arriba, Red había terminado de registrar el edificio. Cuando llegó a la planta baja, se encontró allí con Destructor y Rabia.
– ¿Alguien? -preguntó. Los nuevos guerreros le contestaron negativamente-. Yo tampoco. Creo que ya está todo el mundo.
Cuando salieron del edificio, una anciana corrió todo lo rápidamente que le permitían sus débiles piernas hacia el edificio. Destructor la detuvo sin esfuerzo.
– ¡Mis nietos! -sollozaba-. ¡Lizzy y Joe! ¡Siguen ahí dentro!
– ¿Está segura, señora? -preguntó Red-. Hemos registrado todo el edificio, y no…
– ¡En el sótano! -dijo la anciana, anegada en lágrimas-. ¡Les gusta esconderse en el sótano!
Ahogando una maldición, Red dio media vuelta y entró de nuevo en el edificio. Protegiéndose nariz y boca con su camisa, forzó la vista, intentando distinguir en medio del humo la entrada al sótano. Cuando estaba a punto de darse por vencido, la vio, bajo el primer tramo de la escalera y medio oculta por los útiles de limpieza. Apartó las escobas y fregonas y agarró el picaporte, pero tuvo que retirar la mano enseguida, pues estaba casi incandescente. Retrocedió un paso y topó con algo a su espalda. Se giró, y se encontró con Destructor Nocturno.
-He pensado que podrías necesitar ayuda.
– De acuerdo -replicó Red-. Apártate un poco.
Cuando tuvo espacio suficiente, Red tomó su martillo y golpeó con él la puerta. Al segundo embate, la madera saltó hecha astillas, y el paso quedó expedito. Red y Destructor se precipitaron escaleras abajo. Allí, el incendio todavía no se había generalizado, pero hilachas de humo se filtraban por las grietas del techo.
– ¿Donde estarán esos críos? -masculló Red, girando la cabeza a un lado y a otro.
– ¡Allí! -exclamó Destructor.
Cuando se disponían a ir a por los niños, un crujido sobre sus cabezas les hizo levantar la vista. El techo comenzaba a ceder. Sin dudarlo, Red tomó una decisión. Asió el mango de su martillo con ambas manos y levantó sus brazos. A duras penas, consiguió sostener los escombros que caían.
– ¡Ve por ellos! -dijo, los dientes apretados-. ¡Yo aguantaré esto!
Destructor asintió y se lanzó hacia adelante.
– No os preocupéis, niños -dijo, agarrando a uno con cada brazo-. Os voy a llevar con vuestra abuela.
Se giró y, a la carrera, pasó al lado de Red y comenzó a subir las escaleras. Cuando Red se disponía a seguirle, una voz a su espalda le hizo girar la cabeza.
– ¡Maldito cabrón! -. El que así hablaba era uno de los secuaces de Ortega. Al iniciar el incendio, las llamas habían prendido en su ropa, y tenía horribles quemaduras por todo el cuerpo-. No te irás de rositas, desgraciado…
Levantó su mano, en la que empuñaba una pistola. Red no tuvo tiempo de reaccionar. Antes de que pudiera hacer nada, el criminal vació el cargador. Red se derrumbó al suelo, y los escombros cubrieron a ambos.
(1) Se vio en el episodio anterior.
(2) Narrado en Falta de Esperanza, en los números 507 a 510 de esta misma colección.
(3) Porque, como todo buen marveltopita sabe, sólo quien es verdaderamente digno puede levantar a Mjölnir, poseyendo, en ese momento, los poderes del dios del trueno, como reza en la inscripción grabada en el propio martillo. Ahora bien, hay al menos dos seres que, habiendo empuñado a Mjölnir, no adquirieron los poderes de Thor. ¿Quiénes y en qué números? Un jugoso no-premio se sorteará entre todos los que acierten. El ganador aparecerá en el número de Octubre de El poderoso Thor.
(4) Y tan lejano, porque cada vez que parece que se va a producir, el bueno de Odín encuentra alguna manera de aplazarlo… ;-{Þ}
(5) Angerboda, uniéndose a Loki, engendró a Hela, Fenris y Jormundgand.
Saludos a todos.
Espero que disfrutéis con la colección, y recibir vuestros mensajes en Crónicas del Norte – Correo de los lectores (bergil@altavista.net).
En el próximo número: Todos los cabos argumentales del último año (e incluso de más atrás todavía) quedan resueltos enThor # 514, el número de Octubre. No te pierdas la conclusión de Falta de Caridad. Dioses vivirán, dioses morirán, y nada volverá a ser lo mismo en el Reino Dorado.