EL CIELO EN LLAMAS #3
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Guión:
Tomás Sendarrubias
Portada: Una construcción prácticamente de Ciencia-Ficción (una imagen del satélite, Concordia), como una gran ciudadela con el espacio al fondo.
Concordia, punto orbital de Lagrange. Siete meses después del Destello.
Alice Kepler está realmente nerviosa mientras el transbordador de Concordia se sitúa para aterrizar en los hangares del satélite. Visto desde la pequeña nave de transporte robotizada, el satélite orbital de Concordia parecía una obra de arte de la arquitectura. Desde luego, los Once habían realizado un intenso trabajo sobre ella. Alice había visto los planos de la Estación Orbital Valquiria, y sabía que, desde luego, era muy diferente de aquel gigantesco árbol espacial cromado que se erguía ante ellos.
El resto de los periodistas, la última tanda de los veinticinco medios de comunicación que habían sido admitidos y acreditados para la primera rueda de prensa real de los Once desde el comunicado que dieran un mes atrás, miraban hacia Concordia con cara de sorpresa, y se imaginó que ella tendría la misma expresión. Los paneles solares, extendidos por las ramas como hojas, parecían centellear, recogiendo el fulgor anaranjado del sol, y daba la impresión de que aquel gigantesco árbol estaba en llamas. A Alice, hija de padres baptistas, le recordó de inmediato a la zarza ardiendo que había sido la voz de Dios para hablar con Moisés. Alice se preguntó si el árbol plateado de Concordia era la nueva manera de Dios de hablar a la humanidad. Aquellos Once habían revolucionado todo el mundo en un solo mes. Concordia había dado asilo a exiliados políticos, a científicos, a todo tipo de perseguidos... Habían sido el centro de un gran debate a todos los niveles. Por eso Alice se sentía como un niño antes de Navidad desde que había sabido que cubriría la rueda de prensa para la NBC. Se sabía que los Once habían tenido reuniones de alto nivel con las Naciones Unidas, con la Unión Europea, y los dirigentes de Estados Unidos, Rusia, China, Japón, India, Brasil y varios países africanos y árabes. Israel y el Vaticano habían hecho pública su desconfianza de aquellos Once, mientras que muchos países del Tercer Mundo habían puesto sus esperanzas en ellos. La mayor parte de las naciones aún se mantenían alerta y en terreno neutral.
Quizá la rueda de prensa les haría cambiar de opinión. Alice había estudiado todo lo relativo a los Once desde que supo que cubriría aquella información. Sabía que los transbordadores con los que se accedía a Concordia eran un diseño de uno de los Once. Robert Aleister, treinta y dos años, nacido y criado en Nueva York, su familia podía rastrearse hasta el propio Mayflower. Hasta siete meses antes, había sido gestor de datos para la sucursal en Manhattan de una gran multinacional. Ahora, había adquirido el poder de interactuar directamente con cualquier elemento tecnológico. Alice no sabía exactamente cómo funcionaba aquello, pero lo que fuera, le había permitido saltarse generaciones de avance tecnológico para crear los sistemas de Concordia y aquellos transbordadores espaciales que se movían continuamente entre el satélite y diferentes puntos de la Tierra.
El transbordado se detuvo, y finalmente, las puertas se abrieron y los periodistas pudieron descender. Alice se siente un poco acartonada por la tensión del viaje, pero observa con atención como el transbordador conecta directamente con un enorme corredor, con las paredes metalizadas. Con cuidado, como si estuvieran caminando entre nubes, los periodistas descienden y comienzan a caminar por el pasillo.
-Por favor, diríjanse hacia el frente-dice una voz de hombre por el sistema de comunicación, para luego repetir la frase en francés y en alemán, los idiomas de los otros periodistas que viajan con Alice-. Pueden andar con tranquilidad, no hay riesgo alguno, pero por favor, caminen hacia el frente.
Alice asiente, y se reprende a sí misma al hacerlo. Sabe que probablemente solo sea una voz grabada, pero por un momento, se da cuenta de que con la tecnología de ese sitio, probablemente la estén observando. Mira hacia arriba, hacia los lados, pero no ve cámaras, o al menos, no tal y como es capaz de imaginarlas. Con un siseo, unas puertas se abren frente a ellos, y se encuentran en una sala con el resto de los periodistas. Es un espacio amplio, una habitación decorada con cierto estilo art decó, y con música jazz sonando en el aire. Una de las paredes muestra varios cuadros en blanco y negro, y la otra, un mural que representa lo que parece ser el interior de un café parisino de los años veinte. Alice reconoce a algunos de los otros periodistas, saluda a Stephen Thornn, de CBS, y charla con él unos instantes, hasta que la puerta de la habitación se abre, y Alice se encuentra con uno de los hombres más atractivos que ha visto nunca mirándoles. Le recuerda de la retransmisión pirata que hicieron en directo durante la entrevista a la Presidenta Barnes. Daniel Statham, que parecía haberse convertido en la imagen pública de los Once... y en un fenómeno de masas. Desde su aparición en televisión un mes atrás, habían aparecido una docena de club de fans oficiales, y se vendían camisetas y cojines con su rostro, que las adolescentes compraban en masa. Con el cabello rubio cortado corto, los ojos verdes, el aro negro en su labio inferior, y vestido con un elegante traje de diseño italiano negro, con una camisa de color gris claro y corbata también negra, Alice nota que algo vibra dentro de ella al verle. Algunos años atrás, había sido una fanática de Tom Cruise, incluso había estado en la presentación oficial de Misión Imposible. Había llegado a verle. En aquel momento, con Daniel Statham delante, se sentía exactamente igual.
-Señoras, señores. Bienvenidos a Concordia-dice Daniel, y Alice nota que la sonrisa se le escapa-. Por favor, síganme, empezaremos la rueda de prensa en unos minutos. Déjenme que les enseñe nuestro hogar.
Una hora y media después, Alice está agotada, abrumada... y positivamente sorprendida. Ha grabado casi todas las explicaciones de Daniel junto a sus propias notas, ha hecho fotografías de lo más llamativo de Concordia, lo que básicamente quiere decir de casi todo. Cuando los periodistas y varios de los Once se reúnen en una pequeña sala con café y pastas, casi le duele la cabeza por toda la información que les han dado. Han visto grandes salas equipadas con pantallas holográficas tan grandes como tres personas una sobre otra, jardines ecosostenibles, un área de viviendas... Sabe que Concordia se autoabastece, que en los seis meses que los Once pasaron ocultos, utilizaron sus habilidades y la tecnología del satélite para encontrar varios pozos petrolíferos submarinos, y al menos dos minas de diamantes, y que a través de esos fondos, eran ricos, inmensamente ricos, y tenían todo el dinero que necesitaban para hacer todo aquello sostenible. Robert Aleister les había explicado, de forma lo más sencilla posible, cómo se había construido Concordia utilizando como base la antigua estación Valquiria. Thornn, de la CBS, había preguntado por los militares y científicos que antes habían tripulado el satélite, Daniel les había explicado que algunos habían sido devueltos a Tierra, y que otros habían decidido continuar trabajando a bordo de Concordia, por el bien y el progreso de la humanidad.
Y ahora, el aire huele a café caliente, las pastas tienen un aspecto delicioso, y Daniel se sienta junto a algunos de sus compañeros en sillas frente a los periodistas. No hay mesa que marque los espacios, como si ellos quisieran mezclarse con los invitados, decir a través de sus gestos "ey, somos iguales". Sin embargo, Alice tenía claro que no lo eran. Eran diferentes, y cualquiera que mirase con atención lo podía ver. No era que parecieran modelos, pero todos parecían... demasiado perfectos. Sus pieles demasiado suaves, sus ojos demasiado resplandecientes. Daniel sonríe de nuevo cuando se inclina hacia delante, como invitando a los periodistas a ponerse cómodos, y presenta a los otros miembros de los Once que están allí. Naomi Walls y Anthony Scarlatti. Robert Aleister también estaba allí, aunque ya le conocían.
-¿Dónde están los demás?-preguntó el primero de los periodistas en romper el silencio, mirando a su alrededor como si sospechase que en cualquier momento, los otros pudieran aparecer de cualquier rincón sólo para darles un susto.
-Manny está en el centro de control de Concordia, él es... nuestro corazón, por así decirlo-explica Daniel-. Los demás se encuentran en la Tierra, en diferentes misiones.
-¿A qué se refiere con "misiones"?
-Hace un mes, dijimos a todos que habíamos venido a cambiar el mundo-responde-. Hoy queremos enseñarles cómo vamos a hacerlo. Por eso les hemos invitado, para que nos conozcan y vean lo que estamos haciendo aquí arriba. Ya han visto cómo viven los que han aceptado nuestra llamada, ahora les mostraremos lo que hacemos nosotros. Los Once. ¿Manny?
-Cuando quieras, Daniel-interviene una voz que suena por los altavoces de la sala, la misma voz que les guiaba por el pasillo cuando desembarcaron del transbordador. El portavoz asiente, y una serie de pantallas holográficas aparecen ante ellos, de la nada. Daniel pasa la mano por encima de una de ellas, que crece hasta convertirse en una pequeña pantalla de cine, y que pronto se llena de imágenes.
-Bien, señores. ¿Empezamos?
En ese momento, Ciudad Juárez, Méjico.
-Esta mierda es buena1-afirma Mateo Malestre, frotándose la nariz para limpiarse los restos de la coca que acababa de aspirar, mientras se recuesta en el sillón que ocupa, en el salón de una pequeña casa en Ciudad Juárez. Frente a él, el Trueno asiente y sonríe, mientras se sirve un vaso de tequila, que vacía de un trago.
-Es colombiana pura-explica el Trueno, y tras él, Sánchez, su guardaespaldas, un titán de cerca de dos metros, asiente, con una sonrisa estúpida en los labios. La puta que le está comiendo la polla al Trueno se incorpora un poco, pero este la empuja la cabeza de nuevo hacia abajo-. Chupamela bien, zorrita, o te juro que te mato y dejo tu cuerpo para que se lo coman los chacales...
Malestre mira con cierto desprecio a Trueno, pero al fin y al cabo, esa es su casa, esa es su droga y esas son sus normas. Él es sólo un intermediario.
-¿Puedo?-pregunta Simón, el acompañante de Malestre, y este le pasa la pequeña bolsa que Trueno les ha dado para probar. Simón sonríe y señala a la puta-. Me refería a que si después puede chupármela a mí.
Trueno ríe, y asiente, tirando del pelo de la chica, y empujándola de nuevo hacia abajo, hasta que esta hace un esfuerzo denodado por respirar, y la suelta. Malestre mira a Simón con gesto serio, pero se encoge de hombros.
-Podría pasar los primeros cien kilos para el jueves a través de San Diego-explica Malestre, y Trueno asiente-. Estaría en distribución en la Costa Oeste en más o menos una semana, ya cortada. Los siguientes lotes...
-Lo antes posible-interrumpe el Trueno-. Hay más de donde salió esta.
-Sí, pero hay que hacer las cosas con cuidado, no queremos saturar el mercado. Yo los espaciaría durante al menos un mes.
-Cuatrocientos kilos en un mes-asiente el Trueno, cerrando un momento los ojos-. ¿Cuánto pagaría Estévez por ello? Es buena mierda...
-Podría conseguirte unos ciento cincuenta millones-dice Malestre, y el Trueno sonríe-. Siempre que me confirmes que hay más...
-Oh, sí, mucha más-gime el Trueno, y Malestre aparta la mirada. No le apetece nada ver como el Trueno se corre, así que mira a Simón... y tiene la extraña sensación de que la figura de su ayudante parece titilar. Y de pronto, nota como la nariz le cruje y los labios le estallan cuando el maletín metálico en el que Simón llevaba el dinero para adelantar al trueno se estalla contra su cara.
-Estoy harta de esta mierda-dice Simón, desenfundando dos pistolas... y de pronto, Simón no está allí, y en su lugar, hay una chica, una joven de veintipico años, morena, con el rostro fino, los ojos oscuros, y pinta de estar muy cabreada. El Trueno aparta a la puta de un empujón, la mujer grita mientras, con el pene repentinamente flácido, el Trueno busca un arma. Tras él, Sánchez ya ha desenfundado su pistola, pero ella es más rápida. La primera bala revienta la mano del matón, que grita al ver que sus dedos caen al suelo como gusanos-. Si te mueves, la próxima irá derecha a la frente.
-Puta, hija de puta, puta...-farfulla el Trueno, alcanzando una semiautomática, y disparando una ráfaga hacia la mujer, que se arroja al suelo, deslizándose por debajo de la mesa. La pared se llena de agujeros provocados por las balas mientras el Trueno se incorpora. Bajo la mesa, ella gira, apoya los pies en el tablero, y estira las piernas, arrojando la mesa contra el Trueno, que recibe un fuerte impacto en el pecho y el rostro que le vuelve a sentar de golpe en el sillón.
-Hablo perfectamente español, gilipollas-dice ella, incorporándose y apoyando la pistola en el entrecejo del Trueno-. Como vuelvas a abrir la boca, te reviento los huevos.
Sin embargo, sabe perfectamente que el Trueno lo va a tener muy jodido para poder hablar en un largo tiempo. La mandíbula le cuelga, le ha roto al menos una de las quijadas con el golpe de la mesa, y por el modo en que escupe sangre, es posible que se haya arrancado un trozo de lengua con los dientes por el golpe.
-Si eres un buen chico, quizá deje que un amigo mío te cure, aunque no te lo merezcas-dice ella.
-Suelta la pistola, zorra-dice desde su espalda Malestre, y la mujer pone los ojos en blanco. Nota al frío cañón de la pistola en la nuca.
-Claro, ahora mismo-responde ella, dejando caer el arma... y apoyándose en el sillón del Trueno, saltando hacia arriba y pasando por encima de Malestre con una voltereta casi imposible. Malestre nota que algo se hunde en sus costillas, y ve sorprendido una jeringuilla vacía.
-Da gracias a que sólo sea un tranquilizante, ha habido momentos en los que me hubiera gustado inyectarte lejía-sisea ella, mientras Malestre cae hacia delante, soltando su arma-. Que no te muevas, tío-dice, señalando a Sánchez, que se estaba intentando escabullir hacia la puerta. Lewis, está hecho.
El aire parece vibrar, y la puta grita de nuevo cuando en medio de la sala aparece un chico, alto y delgado, vestido con ropas anchas, que mira hacia el desastre que es la casa, y pone una mueca de asco al ver la cara del Trueno, aún medio desnudo.
-Joder, Nicole, deja que ese hombre se suba los calzoncillos-gruñe Lewis, y la muchacha le hace un gesto al narco, que se apresura a cubrirse-. Debemos darnos prisa, la mitad de los narcos de Ciudad Juárez ha escuchado los tiros y vienen hacia aquí.
-Bien, la policía también está en camino-responde ella. De todos modos, el resto de la coca está en el sótano. Ese gilipollas lo dijo como cinco veces anoche-dice, señalando a Sánchez-. Es toda tuya.
-Muy bien-asiente Lewis-. ¿Cuánto?
-Unos cuatrocientos kilos.
-Estupendo. Cuatrocientos kilos de coca de cabeza al cono del Kilaweah, servicio exprés.
Lewis parece oscilar de nuevo, y Nicole recoge su arma y hace un gesto a Sánchez para que se siente y se esté quieto.
-Esto te va a costar muy caro, zorra-gruñe el matón, y ella pone los ojos en blanco-. Te van a matar. Te van a sacar las tripas.
-Van a tener que buscarme muy lejos-responde ella-. Y muy arriba.
Lewis aparece de nuevo en la sala, y sonríe.
-Hecho-dice-. ¿Nos vamos?
-Claro, llevémonos a estos tíos a una cárcel... aunque quizá deberíamos pasar antes por un hospital...
-Nah, les enviaremos después a David. Espero que no os mareéis.
Sánchez nota que el dolor pulsante de la mano se extiende por un momento, y nota que todo a su alrededor parece... ¿parpadear? Y luego, es como si le hubieran quitado el suelo de debajo, y sólo siente que cae.
En ese momento, Centro de Retención de la Isla de Kodiak, Alaska.
Eddie Kowalksi se tiene básicamente por un buen hombre, aunque cada vez que mira las celdas de aquel lugar, se lo plantea. Sabe lo que haría una buena persona: abrir todas y cada una de aquellas celdas, y dejar marchar a los prisioneros. Una persona incluso algo menos buena, se limitaría a marcharse de allí, para no ver más aquello. Pero Eddie era militar, servía al ejército de Estados Unidos, y no debía pensar en ese tipo de cosas. Debía limitarse a seguir órdenes, y vigilar a los presos... si se los podía llamar así. Jurídicamente, no eran ni siquiera presos. Jurídicamente, no eran ni siquiera personas. Su situación era un completo vacío legal. Todos habían sido detenidos y acusados bajo los preceptos del Acta Patriótica que había seguido a los atentados islamistas del 11 de Septiembre, en los que cualquier sospecha de terrorismo convertía a cualquiera en culpable automáticamente. La administración Bush había decidido responder así a los atentados que habían llevado a la destrucción del Pentágono en Washington, y que podrían haber acabado con las Torres Gemelas de Nueva York: creando un centro de retención en el que mantener a cualquiera sospechoso de poder formar parte aunque fuera tangencialmente de cualquier grupo terrorista sin tener que pasar por algo tan nimio como un juicio.
El lugar elegido había sido la remota Isla de Kodiak, en Alaska, en un lugar al que Eddie solía llamar "el puto polo norte", aunque sabía que la referencia geográfica era errónea. En aquel lugar en medio de ningún sitio, se había construido un espacio delimitado por una alambrada electrificada y vigilada, con un centro donde los soldados podían vivir, y al menos un centenar de jaulas. Sencillas cajas con barrotes donde los prisioneros, vestidos con uniformes impropios para aquel clima, se hacinaban, en muchos casos sin saber exactamente ni de qué eran acusados. Ese era el mundo que el tira y afloja entre el Presidente Bush y el líder de al-Qaeda, el Jeque Hassan al-Mustaqadin, habían creado tras aquel fatídico 11 de Septiembre. Por supuesto, medio mundo había protestado por lo que ocurría en Isla de Kodiak, pero Estados Unidos no era un país tercermundista al que se pudiera declarar la guerra o enviar cascos azules... Y siempre había cosas más importantes que hacer, siempre surgían nuevas crisis, y los atentados en Zanzíbar, Sumatra y París, así como el desarrollo de la Guerra de Iraq, no habían hecho mucho por mejorar la situación de aquellas personas.
-Kowalski, ¿una birra?-pregunta Gelotti, uno de los compañeros de Kowalski, acercándose a él, abrigándose con una pesada trenca militar.
-¿Mejor un café? Estoy helado.
-La birra siempre es mejor-ríe Gelotti, y en ese momento, todas las alarmas del Centro de Retención comienzan a sonar. Kowalski y Gelotti, como muchos otros soldados, desenfundan sus armas, mientras esperan comenzar a recibir órdenes... pero nunca llegan, en los intercomunicadores no hay más que estática.
-¡Hay un tío allí!-grita Derek, desde una de las torres de vigilancia, y Kowalski puede verlo incluso antes de que los focos se centren en el hombre de fuera. Primero, como una silueta negra contra la oscuridad y el tenue resplandor del exterior nevado. Luego, como un joven de veintipocos años, de piel morena, pelo corto, y enfundado en un largo abrigo negro, con las manos en los bolsillos.
-¡Disparad!-grita el General Toren, que sale corriendo desde el edificio, tras haber comprobado que ninguno de los sistemas de comunicación internos parecía funcionar. De inmediato, los guardias obedecen, y una lluvia de balas cae sobre el extraño...
Pero las balas se detienen en el aire sin que el hombre saque siquiera las manos de los bolsillos, y caen al suelo, copos de nieve de plomo. Los soldados lo miran atónitos mientras saca las manos, y señala hacia las grandes puertas metálicas. Estas chirrían, y se abren.
-¡Es una de esas rarezas!-grita Gelotti-. ¡Uno de esos tíos que salieron en la tele!
-¡¡Matadlo!! ¡¡Matadlo!!-ordena el general, pero de pronto, Kowalski siente como un tirón, cuando su metralleta se alza volando, al igual que las de todos sus compañeros, alcanzando al menos cuatro metros sobre ellos. Con las puertas abiertas, el extraño entra en el recinto. Uno de los hombres, Fairstep, se lanza sobre él, tratando de pararle físicamente, pero de pronto se encuentra con una de las balas que ellos mismos habían disparado detenida a medio milímetro de su frente, por lo que se detiene en seco.
-Quietos-dice finalmente, y su voz parece resonar por todos los sistemas de comunicación. Los prisioneros clavan en él sus ojos, tratando de ver algo, alterados por todo el jaleo organizado. Son los primeros en darse cuenta de que los barrotes de las jaulas están comenzando a ceder.
-¡Está violando espacio norteamericano! ¡Esto es un acto de guerra!-grita el General, y James se vuelve hacia él, mientras los barrotes van cayendo, o salen volando, como lanzas que permanecen amenazadoramente en el aire.
-Estos hombres tienen derechos que se están violando, General-responde James-. Derechos que su país está vulnerando. Y quizá eso sea un casus belli para el resto del mundo contra Estados Unidos.
-¡He leído los informes sobre ustedes, monstruos! ¡Usted es norteamericano! ¡Esto es un acto de traición!
-Ahora soy ciudadano del mundo-sonríe James-. Y en nombre del mundo, este centro de retención ilegal queda clausurado.
En ese momento, cerca de Mandalay, Myanmar.
Aquel tren debería haber sido retirado del servicio hacía mucho tiempo, pero continuaba haciendo su servicio, recorriendo los pueblos cercanos y comunicándolos con Mandalay. Siempre iba atestado, y ese momento no era una excepción.
El puente también debería haber sido reparado, pero la dictadura que gobernaba el país parecía tener cosas más importantes en qué pensar que un simple puente de un vieja vía que llevaba funcionando desde la colonización inglesa.
Podrían haber muerto casi quinientas personas aquel día en el tren de Mandalay, cuando el puente se quebró bajo el peso del tren, el convoy debería haber caído por el acantilado hasta hundirse en el río, centenares de metros más abajo.
Así hubiera sido de no haber aparecido Ralph y Peter, de no haber estado preparados. A Ralph, muchos ni siquiera le ven, es sólo un borrón que se mueve entre ellos, por el borde del puente, y cuando el tren se bambolea, consigue evitar que, las personas que viajan en el techo, caigan y se precipiten al río, a una muerte segura. A Peter no le ve nadie. Está encogido en la estructura del puente, sosteniendo con sus propias manos el raíl roto por el que el tren pasa, atronando sobre él. El convoy se detiene, despacio, al otro lado del puente. La gente comienza a descender, mirando hacia atrás, a tiempo de ver como Ralph recoge a Peter del puente y lo pone a salvo en tierra firme, al otro lado del puente, justo antes de que este se desmorone por completo.
-¡Dioses! ¡Dioses!2 -comienza a gritar uno de ellos, y varios le siguen, arrodillándose.
-No sé qué están diciendo-dice Ralph-, pero sea lo que sea, me gusta.
-Sí, bueno, no te acostumbres-responde Peter-. A nosotros nos ha tocado el trabajo bonito. Veremos qué nos llaman después de lo de Jamie.
Lewis aparece, y unos segundos después, los tres desaparecen.
En ese momento, Campamento de Refugiados de la Cruz Roja, norte de Somalia.
Si había algo que Tawny Sheem no había podido asumir nunca, pese a que llevaba dos años ya trabajando en distintos centros de refugiados a lo largo y ancho de toda África, junto a la Cruz Roja y ACNUR, era la muerte de los niños. Y ahora, se encontraba con que niños estaban matando niños. Los señores de la guerra del África Oriental habían comenzado a reclutar a niños y convertirlos en asesinos salvajes, que devastaban aldeas a sangre y fuego. Los llamaban los Petit Lions, y acababan de arrasar una pequeña aldea para llevarse los suministros que Cruz Roja había llevado. Habían matado a siete personas, habían herido de gravedad a doce, y entre ellos, cuatro eran niños. Uno de ellos había llegado al campamento llevando consigo su propia mano amputada.
En ese momento, por primera vez en dos años, Tawny Sheem se había desmayado. Y ahora estaba sentada en las escaleras del exterior del hospital de campaña de Cruz Roja, y con un rosario entre los dedos, rezando a un Dios que no sabía si la estaba escuchando. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Cómo Dios podía permitir que existieran cosas así? Niños matando a niños... La imagen de ese pequeño abrazando su propia mano, la imagen de otros niños cortándosela con un machete... quizá con un serrucho... Aquello no la abandonaría jamás.
Escucha unos pasos delante de ella, y al alzar la mirada, ve a un hombre, a pocos pasos, acercándose al hospital. No es muy alto, pero hay algo en él que llama la atención de Tawny de inmediato. Quizá en el brillo de sus ojos azules, en el color marfil de su piel, o en el rojo vivo de su cabello, sus cejas y su perilla. Lleva unos pantalones cargo de color marrón claro, botas de trabajo y una camisa de color beige, como si hubiera salido de una película sobre la selva.
-Disculpe, no le había visto-masculla Tawny, incorporándose-. ¿Puedo ayudarle en algo?
-Hola, me llamo David. Puede llamarme Dave-dice él-. Y creo que tengo trabajo ahí dentro.
-¿Disculpe?-dice Tawny-. ¿A qué se refiere? ¿Es usted médico? No esperábamos ningún médico hoy...
-No, no soy médico-responde David, subiendo los escalones y abriendo las puertas, seguido de cerca por Tawny, que no deja de mirarle sorprendido. David se detiene ante la puerta. A pesar de todos los esfuerzos de los médicos y los voluntarios, aquello es poco más que una casa de muerte capaz de enloquecer a cualquiera. Mira a Tawny, con comprensión y orgullo. El aire huele a podredumbre, a antibióticos, a sutura y a alcohol.
-Señor, disculpe, pero entonces no entiendo qué... oh, Dios mío-. La voz de Tawny se quiebra cuando ve a David acercarse a uno de los niños. No es uno de los que han venido de la aldea saqueada por los Petit Lions, sino un chiquillo de ocho años afectado de úlcera de bruli grave. En algunos puntos de sus piernas y sus brazos, las llagas son tan grandes que se le pueden ver los huesos. David pone su mano sobre la frente del niño, y algo en él comienza a resplandecer. Todos los presentes se giran hacia ellos, médicos, voluntarios y enfermos. David brilla, y con la luz, parece llegar una canción remota, un sonido lejano de voces entonando un cántico que parece abrazar el corazón de los que allí se encuentran. El niño suspira, y Tawny ve como las úlceras parecen hormiguear, y casi puede ver el tejido rehaciéndose sobre las heridas...
-Santo Dios-dice la Madre Angélica, una de las religiosas que asisten en el centro-. Un ángel...
-No-responde David, con una sonrisa triste, acercándose al segundo de los heridos, el niño que había llevado su mano abrazada-. Lamentablemente, no hay ángeles en esto, hermana.
Después, Concordia.
Las pantallas que Danny había proyectado para los periodistas desaparecen, el audio de los altavoces de la sala se apaga. Los periodistas se miran, unos sorprendidos, otros prácticamente aterrorizados. Una periodista japonesa llora después de lo que ha visto en Somalia.
-¿Todo eso estaba ocurriendo ahora?-pregunta finalmente Alice, con la voz ahogada, y Daniel asiente.
-Cronometramos las misiones para que ocurrieran de forma simultánea y ustedes pudieran verlas en directo-responde él-. Aunque si tienen alguna duda sobre ellas, o su planificación, estoy seguro de que Anthony podrá resolvérsela.
Danny se gira hacia Anthony, que se incorpora, mirando a los periodistas. Varios de ellos se encogen, obviamente incómodos.
-Usted es el telépata... el que lee mentes-pregunta uno de los periodistas, y Anthony asiente.
-Estén tranquilos. No puedo acceder a cualquier mente, y en este momento, sus cabezas están cerradas para mí-responde Anthony, aunque su respuesta no parece tranquilizar demasiado a algunos de los periodistas.
-Lo que ha ocurrido en Alaska...-comienza a decir Thornn, de CBS, y Anthony asiente.
-La existencia del Campo de Retención de Isla de Kodiak era una bofetada a todo lo que los derechos humanos significan-dice Anthony, cruzando los brazos ante el pecho-. Los prisioneros de Kodiak serán trasladados a Concordia, donde serán identificados y se estudiarán sus casos. Uno por uno. Y distinguiremos entre inocentes y culpables. Aquellos que realmente han tenido algo que ver con al-Qaeda o con cualquier otra organización criminal serán entregados a los países soberanos de los que dependa su juicio. Los que sean inocentes, serán devueltos a la libertad, intentaremos devolverles una dignidad que les han robado... y les asesoraremos sobre lo que pueden hacer para recuperar lo que queda de su vida y hacer pagar el precio de la sangre a los que se la arrebataron.
-Esta medida no será muy popular en el gobierno de Estados Unidos-afirma Thornn, y los presentes sonríen.
-Bueno, no nos podrán acusar de favorecer a nuestro país-interviene Naomi, encogiéndose de hombros, y Anthony asiente.
-Disculpe-dice Alice, y todos los ojos se vuelven hacia ella-. Lo del tren... ¿cómo es posible que previeran lo que iba a ocurrir?
-Realmente no fue una cuestión de previsión, sino de cálculo-responde Anthony-. Manuel Alonso, nuestro jefe de base, es un experto analista. Revisa terabytes de datos por segundo, y es capaz de establecer posibles sucesos a corto plazo atendiendo a lo que esos datos indican. Manny previó que el derrumbe del puente se produciría con ese tren, y que lo haría mientras ustedes estaban aquí, por eso enviamos las cámaras. Si no, Peter y Ralph lo hubieran hecho sin grabación de por medio.
-Bien, señores-interviene Danny, poniéndose de pie y situándose junto a su amigo-. Espero que hayan obtenido respuestas, y que tengan muchas más preguntas, que podremos resolverles próximamente. En este momento, se ha establecido el tránsito entre Isla de Kodiak y Concordia a través de transbordadores, y vamos a empezar a recibir mucha gente y a tener mucho trabajo. Y necesitamos estar al cien por cien con ellos.
-Sólo dos preguntas más-dice la mujer japonesa, y Daniel asiente-. Lo que han hecho en Somalia... ¿Se repetirá en otros lugares?
-Por supuesto-responde Daniel-. El accidente que nos cambió nos dio una gran bendición, dándole a David el don de la curación. Y es un don para el mundo. Haremos lo que sea posible. ¿La siguiente pregunta?
-Con toda su tecnología... con todas las habilidades que nos han mostrado... ¿no podrían localizar al Jeque al-Mustaqadin y hacerle pagar por todo lo que le ha hecho al mundo?
-Señorita Akiko...-comienza a decir Daniel-. No somos el brazo ejecutor de nadie...
-Pero si tuviéramos la oportunidad de entregar a la justicia al Jeque, no dude de que lo haríamos-remata Anthony, con gesto duro, y la periodista asiente. Daniel les acompaña a la salida, y vuelve tras unos minutos, encendiendo un cigarrillo.
-Parece que ha ido bien, ¿no?-dice Danny, sentándose en una de las sillas, mientras Robert le pasa un cenicero.
-Bueno, desde luego, las has dejado tumbadas con el encanto Statham-ríe Naomi, y Danny sonríe-. Creo que sus artículos serán bastante positivos. Aunque me preocupa que lo de Alaska nos estalle en la cara.
-Lo hará, en algún momento, seguro-dice Anthony, y Robert asiente-. Sabemos como las gasta la Casa Blanca en estos asuntos. Robert, ¿estamos preparados para un ataque?
-Para lo que quieran lanzarnos, aunque aún quiero pensar que se lo pensarán dos veces antes de recuperar el arsenal nuclear para lanzarlo sobre nosotros.
-Ojalá tengas razón-dice Danny.
-Chicos, hay que preparar las cosas para los prisioneros de Kodiak-les interrumpe por los altavoces la voz de Manny-. ¿Os reunís conmigo en el Puente de Mando?
-¿Han llegado ya los demás?-pregunta Robert.
-Nicole, Ralph, Lewis y Peter sí. David probablemente no vuelva esta noche... tiene mucho que hacer en el campamento. Y James se reunirá con nosotros cuando llegue el último de los transbordadores.
-¿Deberíamos enviarle refuerzos?-pregunta Naomi-. ¿Por si el ejército decide intervenir?
-No creo que intervengan-afirma Manny, pero Anthony asiente.
-Manny, vamos a asegurar. Que Lewis se lleve a Kodiak a Naomi y a Danny.
-Bien, excursión al frío con el nuevo ídolo de masas de la juventud. Seré la envidia de las adolescentes. Todo mi amor por Justin Bieber lo cambiaré, tiraré todos mis cd´s de los Jonas Brothers... y me compraré las camisetas con tu cara, oh, Daniel...
-Te firmaré una-ríe Danny, mientras con un destello, Lewis aparece en la sala.
-Recogida urgente, la Gritos y el Destellos se vienen conmigo, espero que se hayan abrigado-dice Lewis, y sin darles tiempo a responder, los tres desaparecen.
-Robert... No es necesario que te quedes-dice Anthony, cuando los dos están solos.
-¿Qué? No, tío, necesitaréis...
-Sé qué día es. Llevas una hora y media mirando el reloj.
Robert guarda silencio, y asiente. Alza los ojos hacia Anthony, y asiente.
-Si me necesitáis para cualquier cosa...
-Tenemos un teleportador. Te tendría aquí en segundos. Podría pedirle a Lewis que te llevara, pero creo que te sentirás más cómodo con más privacidad. Reservé uno de los transbordadores, bastará que le metas las coordenadas correctas. Y bueno, no tengo que explicarte a ti como funciona eso...
-No, no creo que sea necesario-sonríe Robert-. Supongo que podréis sobrevivir sin mi en el jaleo de la burocracia que se os echa encima.
-Lo intentaremos-afirma Anthony, y Robert, dándole una palmada en el hombro, asiente, saliendo hacia la zona de carga. Cuando Robert desaparece por el pasillo, Anthony, con las manos en los bolsillos del pantalón, se dirige hacia el puente de mando.
Aún les queda mucho por hacer.
Poco después, cementerio pastoral de Saint Paul, Nueva York.
-Hola, Becca-dice Robert, sentándose ante una lápida de mármol blanco. No hay foto, ni imagen, salvo un aguafuerte en la propia piedra que refleja a un ángel sujetando una luz. El nombre que aparece en la lápida es "Rebecca Cooper, 1979-2009. Se fue demasiado pronto". Sin embargo, para Robert, su recuerdo es tan fresco como si la tuviera delante. Casi puede oler el aroma de su perfume, algo floral y casi picante. No es sólo allí, muchas noches, antes de acostarse, tiene esa sensación, la de oler su colonia, el olor de su pelo... Muchas mañanas se despierta con la impresión de que Becca acaba de salir de la cama, de que la va a ver salir del cuarto de baño, con el pelo revuelto y la piel todavía mojada.
Así la vio la última vez que salió de casa. Él trabajaba, ella tenía el día libre, se iba con su amiga Susan de compras. Pasarían el día gastando sus tarjetas de crédito, probándose cosas, recorriendo Manhattan de lado, comerían pizza y helado... Ese era el plan. En algún otro plan, el camino de Susan y el de Becca se cruzó con el de un operario de grúa borracho, que se equivocó en el control de su máquina y derribó un muro sobre ellas dos y otras cuatro personas. Susan estuvo cuatro meses en coma, pero finalmente se despertó. Dos personas murieron, un vagabundo... y Becca. Ese mismo día, dos meses después, se suponía que ella y Robert debían casarse.
De aquello hacía dos años justos. Un coche de policía pasa cerca, con las sirenas en marcha, y Robert levanta la cabeza un momento. Con los sistemas de camuflaje del transbordador es imposible que nadie lo encuentre, ni siquiera por casualidad. Vuelve la mirada a la lápida.
-Hoy ha estado la prensa en Concordia. Podrías haber estado allí, me hubiera dado seguridad verte haciendo preguntas. Nos hemos convertido en noticia, Becca, todo el mundo quiere saber de nosotros. ¿Me ves a mi haciendo ruedas de prensa?-sonríe-. Si todo hubiera ido bien, hubieras estado con nosotros en Bermudas... y no sé si eso es bueno o malo, ¿sabes? Pero no dejo de pensar que tú hubieras sabido llevar todo esto, y que hasta podrías llamar de vez en cuando al orden a Anthony. Ya sabes como es, dicho y hecho. Nicole y él van a terminar mal, seguro. Nicole y Jamie han vuelto, ¿sabes? Y bueno, las novias de Dave y Ralph están ya viviendo con nosotros en Concordia. Bueno, nunca conociste a Dave, es un tío genial. Y puede curar, Becca. Todos nuestros poderes son alucinantes, es como vivir dentro de un cómic, pero lo de él... David puede hacer milagros. Manny y él están haciendo pruebas, viendo como afecta su habilidad a tumores, enfermedades degenerativas... No suelo pensar en Dios, ya lo sabes, no creo en Él... pero a veces me pregunto si todo lo que ocurrió no fue sólo la forma de Dios de otorgar a David su don, y que todos los demás somos sólo la figuración.
Robert guarda silencio un segundo, pasando la mano por la lápida, que tiene el frío de la piedra.
-Ojalá hubiéramos tenido a alguien como Dave ese día, Becca. Te echo de menos.
Horas más tarde, Concordia.
-Estoy agotada-masculla Nicole, incorporándose y cerrando en el ordenador le sistema de identificación que estaban utilizando. Manny, que ocupa lo que llaman "la Cuna", una silla alrededor de la cual vuelan centenares de pantallas virtuales que se mueven, de forma aleatoria o siguiendo sus instrucciones táctiles, asiente, y tras revisar algunos datos, hace que las pantallas desaparezcan y se incorpora.
-Ha sido un día muy largo-asiente Manny, frotándose los ojos-. Y deberíamos dormir unas horas. Tu caballero de brillante armadura debe pensar lo mismo y ha venido a rescatarte del tirano que te tiene trabajando a estas horas... sea la hora que sea.
Manny hace un gesto con la cabeza, y Nicole ve que Jamie se acerca, con gesto agotado. Desde Concordia han hecho un trabajo muy duro esa noche, identificando a los prisioneros de Kodiak y gestionando diversos aspectos, aunque en esos momentos, todos están aún bajo custodia en uno de los sectores de la nave, vigilados por los sistemas de seguridad diseñados por Robert. Pero el grueso del trabajo de aquella noche, había correspondido a James, que había desmantelado pieza por pieza todo el Centro de Retención. Por suerte para todos, el ejército norteamericano no había decidido intervenir en Kodiak, de modo que la presencia de Danny y Naomi había terminado siendo testimonial. Realmente, había sido un día muy largo para todos.
-Hola, cielo-dice ella, besando suavemente a Jamie, que la abraza, con una ligera sonrisa.
-Estoy agotado-dice Jamie, saludando a Manny con un gesto-. ¿Nos vamos a la cama?
-Claro, por hoy hemos terminado. Mañana continuaremos, y veremos si este jueguito que os habéis montado Tony y tú no nos estalla en la cara.
-Nicole, no empieces... me duele la cabeza...-gruñe James, y ella sonríe.
-Era broma, sabes que os apoyo-ríe ella-. Buenas noches, Manny.
-Adiós, tío-se despide Jamie, Manny les hace un gesto de saludo, y los dos se van hacia las habitaciones.
-He visto la grabación de lo que hiciste en Kodiak-continúa hablando ella, y Jamie se ríe-. Estuviste imponente. Tan serio... Deberíamos hacernos algún tipo de uniformes o algo así, como superhéroes, no sé... Ah, hola, Tony.
-Hola, chicos-responde Tony, que aparece tras una esquina-. ¿Qué tal? Iba a ver a Manny un momento, necesito comprobar unos detalles sobre los desplazados de Kodiak.
-Pues creo que ha apagado la Cuna-dice Nicole.
-Veré a ver si llego a tiempo-sonríe Tony-. Jamie, no he podido verte antes tranquilo, pero muy buen trabajo. ¿En algún momento de mañana nos tomamos un café y me cuentas con detalle?
-Claro-asiente James-. ¿Café en Milán?
-¡Claro!-ríe Tony-. Esto parece de ciencia-ficción.
-Bueno, habrá que aprovecharlo. Buenas noches, tío-dice James, abrazando a Tony, y este sonríe.
-Buenas noches.
Tony sigue hacia el puente de mando, mientras Nicole y James continúan hacia las habitaciones. Ella se ha puesto bruscamente seria.
-¿Qué pasa?-pregunta Jamie, y Nicole niega con la cabeza.
-Otra reunión secreta-masculla, y James pone los ojos en blanco.
-Venga, ya, Nicole.
-¿Qué? Anthony está cada vez más... oscuro. Habla menos con la gente, apenas sale de su habitación o del puesto de mando si no es para eventos como la rueda de prensa de hoy, o para hablar contigo, con Danny... o reunirse con Manny.
-Nicole, Tony lo está pasando verdaderamente mal con todo esto...
-Pues no se le nota...
-Es telépata, Nicole. Y por mucho que se esfuerza para no meterse en nuestras cabezas, no puede evitar percibir pensamientos sueltos. ¿Te puedes hacer idea de lo que significa saber en todo momento lo que pasa por la cabeza de todo el mundo? La palabra hipocresía se queda pequeña.
-¿Nos está leyendo la mente?-pregunta Nicole, horrorizada, y James la mira, serio.
-Por cosas como esta, se vuelve cada vez más oscuro-dice él, y continúa hacia las habitaciones.
En cuanto Anthony entra en la sala de control, Manny le mira un instante y toma asiento de nuevo en la Cuna. Las pantallas vuelven a rodearle.
-¿Está todo listo?-pregunta Anthony, y Manny asiente.
-Todos están en la zona residencial, salvo Robert, que todavía no ha vuelto. Aún tardará, lo que nos da una ventana de unas dos horas para que puedas bajar en uno de los transbordadores y volver antes de que él vuelva. No habrá registro de que has salido y vuelto. ¿Seguro que no prefieres que Lewis...?-comienza a decir Manny, pero Anthony niega con la cabeza.
-Esto es algo que tenemos que hacer nosotros. Y tú lo sabes mejor que yo-dice Anthony, con una sonrisa teñida de algo amargo. Manny le mira, serio, y finalmente asiente.
-Es lo mejor. ¿Quieres que vaya contigo?
-No, prefiero que lo monitorices todo desde aquí.
-¿Estás seguro de la posición?-pregunta Manny, y Anthony asiente-. No hay ningún dato que pueda triangular...
-Le he buscado y le he encontrado. Lo que les dijimos a los periodistas, como ya sabes... era mentira. Sí puedo leerles la mente. Incluso desde aquí, a cualquiera de ellos. Pero si lo supieran...
-Nos tendrían más miedo del que ya nos tienen. Completamente de acuerdo.
-Controla esta zona-dice Anthony, señalando en un mapa holográfico un área del norte de Irán-. Esta noche, vamos a hacer justicia.
Después, norte de Irán.
Para Hassan al-Mustaqadin no había sido fácil llegar a su refugio, allí en Irán, sólo la voluntad de Alá le había permitido esquivar los cercos internacionales que se habían impuesto en buena parte del Medio Oriente después del 11 de Septiembre para tratar que huyera desde su refugio en Afganistán a su Yemen nativo. Al-Mustaqadin no había tenido ninguna intención de volver a Yemen, aquella zona del norte de Irán estaba lo suficientemente lejos de cualquier interés (incuso del propio gobierno iraní) como para permitirle a al-Mustaqadin vivir con cierta independencia y ciertos lujos inalcanzables en el refugio de Afganistán en el que había orquestado el golpe que había vuelto el mundo del revés.
Realmente, el Jeque no se consideraba autor de nada. Sólo era un instrumento en manos de Alá. Sus actos eran la voluntad de Alá. Las muertes que había provocado, eran las muertes de los enemigos de Alá. Y no se sentía orgulloso de ello, el orgullo era una falta, una debilidad. Muchas veces, el poderoso Jeque se refería a sí mismo simplemente como "el Perro de Alá", algo que desconcertaba a sus seguidores y fieles más cercanos.
Incluso los que no lo conocían en persona, estaban dispuestos a morir por él. Muchos lo habían hecho. Muchos se habían llevado a otros con ellos en medio mundo. Y todo para mayor gloria de Alá. Porque Hassan al-Mustaqadin había escuchado la Voz de Dios en su cabeza.
Y aquella noche, dormía en su habitación, con una de sus esposas a su lado, después de haber pasado largas horas con su segundo al mando, Yusuf al-Hajj ibn Hizdah. El Jeque no tenía ningún contacto tecnológico con el exterior, todo lo hacía a través de cartas manuscritas que ibn Hizdah se encargaba de transmitir. Su segundo debía estar ya camino de Teherán, desde donde se encargaría de comunicar sus instrucciones a los hombres que al-Qaeda tenía en todo el mundo, la mayoría dispuestos a morir y a matar.
Cuando el Jeque despierta, se da cuenta de que no está solo en su habitación. Rápidamente piensa en el ejército americano, y echa mano hacia la UZI que esconde en un cajón de una mesita, mientras comprueba que a su lado, Lubna sigue durmiendo. La UZI no está. Lubna duerme. Y hay alguien más en la habitación.
El Jeque enciende la luz, y ve que a los pies de la cama hay un hombre, de unos treinta años, vestido como un occidental, vaqueros negros y camiseta negra, dejando ver algunos tatuajes en su piel. Sus ojos parecen tan brillantes que el Jeque se sorprende de no haberlos visto en la oscuridad, como si fueran los de un gato. En una de sus manos, sostiene la UZI, aunque no apunta a nadie con ella, sino que la sostiene con desgana.
-No se despertará-dice, señalando a Lubna con la cabeza, y en un árabe perfecto, con el acento yemení de la zona en la que el Jeque nació.
-No sé quién eres, pero estás muerto-sisea el Jeque, y se dispone a gritar para llamar a los hombres que deberían estar protegiéndole. No es capaz de gritar. Simplemente no puede.
-Ellos también duermen. Y estoy tomando el control de ciertas funciones neuromotoras de tu cerebro, por eso no puedes gritar. Sí, puedo hacerlo. Sí, puedo leer tu mente, lo estoy haciendo ahora. Sí, soy uno de esos Once de los que Yusuf te ha hablado. ¿Monstruos? No eres el primero que nos lo llama. Aunque que lo hagas tú sí es ofensivo.
-Te mataremos-dice el Jeque-. A ti, a tu familia. Buscaremos a tus padres, a tus hijos, a tu mujer, a tus hermanos...
-No dudo de que lo haríais-asiente Anthony-. Pero realmente yo no estoy aquí. Y tú no vas a poder decirle nada a nadie.
-¿Vas a matarme?-sisea al-Mustaqadin, y Anthony niega con la cabeza.
-Yo no mato-dice. Alza la mano, y los ojos del Jeque se abren como platos cuando ve que la UZI parece volar, flotando hasta detenerse ante los ojos del occidental. Y en ese momento, la semiautomática cruje, y comienza a desmontarse, pieza a pieza, hasta que entre él y el occidental hay todo un pequeño universo de piezas negras que flotan, cruzándose las unas con las otras, como orbitando alrededor del intruso-. Pero te voy a hacer esto.
-¿Qué...?-comienza a preguntar el Jeque, y en ese momento, la voz de Alá grita en su cabeza. Tan alto que ahoga todos y cada uno de sus pensamientos. Tan alto que no puede ni entenderla. Tan alto que tiene la impresión de que los oídos le van a reventar... pero se da cuenta de que no la está escuchando de verdad. Sólo está en su cabeza. La imagen de la habitación se disuelve, se rompe, descomponiéndose en una imagen fractal. El occidental hace un gesto hacia el frente, como si empujara, y todo se rompe, como al que hubieran arrojado una piedra. El Jeque siente que cae, pero la voz de Alá le persigue en su caída al vacío. Y de pronto, está en un avión, en la última fila. A su lado hay un niño, de alguna forma, sabe que es su hijo. Mira hacia abajo y ve un cuerpo que no es el suyo, sino el de un occidental, vestido con pantalones de lino y una fino jersey verde. Va a Washington para dejar al niño con su madre, es lo que han pactado. El Jeque puede ver el rostro de la mujer en su mente, unos recuerdos que no son suyos, y que le provocan un dolor casi físico al solaparse con los suyos propios, mientras a su alrededor, todo retumba con la voz de Alá. El niño ("Graham") se atraganta con un cacahuete, él ("Stuart") le da agua. Y en ese momento, tres hombres se incorporan, gritando en inglés y en árabe.
Sabe quienes son esos hombres. Sabe qué vuelo es ese.
Sabe que está a punto de estrellarse contra el Pentágono.
-Se llamaba Stuart Scott Shall-. A su lado, en el asiento que hasta un momento antes estaba vacío, está el occidental que ha aparecido en su habitación-. Era arquitecto, estaba trabajando en una residencia de ancianos en Boston, adoraba a su hijo, y aún seguía enamorado de su mujer, de la que llevaba sólo tres meses divorciado. Le daba vergüenza su nombre, por las tres eses. Lo he sabido por sus familiares, por los pensamientos de aquellos que le querían. Y ahora, tú vas a morir por él, como murió él. Y pensando y sintiendo lo que pensaba y sentía él...
-¿Cómo puedes hacer esto?-farfulla el Jeque-. Delante, una mujer grita, uno de los hombres la dispara en plena frente, el pánico se extiende por el avión, pero los hombres del Jeque mantienen a la gente quieta a base de miedo y armas.
-Porque puedo-responde Anthony, señalando hacia el niño, que lloraba abrazando al Jeque... a Stuart...-. Luego serás el niño. Luego aquella mujer, a la que tus hombres mataron. Y uno por uno, serás todos y cada uno de los viajeros de este vuelo. Y también ellos, también serás los hombres a los que mandaste a morir.
-No...
-Y cuando vivas todas estas vidas, todas estas muertes... todo volverá a empezar. Una y otra vez. Hasta que alguien decida desconectar la máquina a la que tendrán que conectar a tu cuerpo. Porque para todos, Jeque, tu cerebro estará muerto. Y no temas, ya he implantado en tu entorno una absoluta repulsa por la eutanasia y por el hecho de permitirte morir. Si todo sale como debe, vivirás muchos años. Muchas vidas. Y muchas muertes. Y ahora tengo que irme, estáis a punto de estrellaros, y no quiero distraerte.
-Hijo de puta, sácame de aquí, hijo de puta-lloriquea el Jeque, pero el occidental ya no está-. Sácame de aquí...
Nota como el avión cae. Nota como su hijo le aprieta los brazos, le muerde de puro miedo. Escucha un crujido...
En Concordia.
-Es tarde-dice Robert, entrando en la zona de residencias y encontrándose a Anthony sentado en un sillón de la zona común, con un libro en las manos, algo de Michael Moorcock, ya que Elric de Melniboné está en la portada.
-No tenía demasiado sueño-dice Anthony, apartando el libro-. Y quería saber cómo te encontrabas.
-Mal-responde Robert, encogiéndose de hombros-. Y... muchas gracias, pero no me apetece hablar de ello.
-Me lo imaginaba, pero... ya sabes.
-Ya sé. Muchas gracias, Tony.
-De nada. Ehh... Bobby, tío, antes de acostarte... ¿has cerrado los informes de hoy de navegación de los transbordadores? Manny quería mañana hacer un informe, y sólo faltaba el tuyo.
-Sí, está cerrado-afirma Robert, abriendo el pasillo que lleva a su habitación-. Mi transbordador ha sido el último, no ha habido nada raro.
-Genial-sonríe Anthony, y Robert asiente-. Buenas noches, tío.
-Hasta mañana-se despide Robert.
La sonrisa desaparece del rostro de Tony. El libro vuela a su mano, y se plantea si irse a su habitación a dormir. Pero sabe que esa noche no lo hará, no dormirá. Deja el libro en una mesa, y sale de la zona residencial para dirigirse al gimnasio. Tendrá que hacer mucho ejercicio para olvidar todo lo que quiere olvidar.
Y aun así, sabe que no lo conseguirá.
Más tarde, en el norte de Irán.
Los gritos comienzan cuando Lubna despierta.
Los hombres del Jeque irrumpen en el dormitorio, armados. Pero no pueden hacer nada. El Jeque está tumbado en la cama, con los ojos abiertos, y la saliva cayendo por un lado de su boca, torcida en un extraño rictus.
Derrame cerebral, dice el médico, no podemos hacer nada salvo... enchufarle a una máquina.
Que lo hagan, deciden sus subordinados, los nuevos líderes. Es un mito, tiene que permanecer vivo, no puede morir.
Debe vivir mucho tiempo.
1.- Traducido del castellano.
2.- Traducido del birmano.
TRAS EL DESTELLO
Y en este número, se despliega una parte del plan de los Once. O de los planes. Visibles y no visibles. Y que abarcan muchos ámbitos. Pero claro, sus actos tendrán consecuencias, y lo poderes no eliminan el peso del pasado.
El mes pasado, Cristian Cobo preguntaba a quién se enfrentarían los Once después de su revelación. Puedes ver que enemigos no les van a faltar: el gobierno de Estados Unidos, extremistas musulmanes... y muchos más que irán apareciendo. Espero que os sorprendan en los siguientes números. ¡Gracias a todos!