LA ESPADA SALVAJE DE CONAN #6
Bran Mak Morn
El último rey picto
Guión:
Alexis Brito Delgado
Ni siquiera el diluvio
duró eternamente.
Acabaron bajando
las negras aguas.
¡Realmente, qué pocos
han pervivido!
Bertolt Brecht
I - LAS REFLEXIONES DEL REY PICTO
El manto aterciopelado de la noche, veteado de estrellas lejanas, cubría el continente hasta donde la vista podía alcanzar. En el firmamento, la luna llena rompió las pesadas nubes, iluminando los sombríos contornos del bosque. Bran Mak Morn, último rey de los pictos, terminó la frugal cena y se puso en pie. La fogata iluminó su figura fornida, de amplios hombros y caderas estrechas, ataviada con un taparrabos, camisa de malla, capa de piel, y sandalias de cuero. Triste, se ajustó la poblada melena negra debajo de la banda de hierro que le rodeaba la frente. Sus ojos, oscuros y melancólicos, vislumbraron el cosmos infinito, que no aportó ninguna respuesta a los interrogantes que le carcomían el alma. Detrás, Gonar el Sabio, sumo consejero del rey, dijo mientras se mesaba la barba blanca:
-Estás demasiado pensativo -comentó-. ¿Qué diablos te pasa por la cabeza?
Bran encajó los dientes.
-Me preocupa el destino de nuestro clan, Gonar. Las águilas romanas avanzan por el este, dispuestas a terminar con el pueblo de los brezales... ¿Nunca acabará esta maldita guerra?
El anciano se encogió de hombros.
-Son tiempos difíciles, Bran. Has nacido en una época de caos donde la palabra de un hombre no vale nada. No envidio tu destino.
El rey picto contempló los árboles vencido por una amargura imposible de soportar. Antaño, aquellas tierras pertenecían a su pueblo: eran hombres libres y no tenían que pagar ningún tributo a nadie. Ahora todo era diferente: la bota extranjera aplastaba los valles y las colinas donde moraron sus antepasados; palacios de mármol se elevaban en todos los rincones de Caledonia. La civilización romana, viciosa y decadente, corrompía aquello que tocaba. Gracias a sus ejércitos implacables, superiores en armamento y en tácticas de combate, habían trazado una estela de muerte y destrucción, derrotando a las tribus que habían osado oponer resistencia. Un odio visceral ardió en su interior al recordar a los individuos crucificados, que se pudrían bajo los elementos, a lo largo de la Muralla; despojos para los cuervos y demás aves carroñeras. Bran se obligó a tragar saliva: la bilis que se le agolpaba en la garganta le sabía a hiel. Lo peor de todo era que, aunque intentara luchar contra los romanos, sabía que era una tarea condenada al fracaso. Disponía de pocos efectivos y estaba en inferioridad de condiciones para mantener una guerra prolongada. El rey picto cambió el peso de un pie a otro y entrecerró los párpados: aquel dilema le impedía conciliar el sueño desde hacía semanas. La única opción que le restaba era unir a todos los clanes bajo su mando y plantar cara a Roma. El problema eran los jefes de las demás tribus, existían demasiadas disputas y rencillas internas entre el pueblo de los brezales; no sería sencillo convencerlos para que se unieran a su causa.
Gonar carraspeó mientras agitaba el fuego con una rama:
-¿Piensas seguir adelante con tu plan? -dijo-. Ningún hombre ha pisado las Marismas de los Muertos y vivido para contarlo.
Bran se volvió y lo miró a los ojos.
-No me queda otro remedio, viejo amigo -repuso-. Si la leyenda es cierta habré solucionado gran parte de nuestros problemas.
El anciano fue inflexible:
-No tienes porque arriesgar el pellejo -protestó-. Si algo te pasara no sé que sería de noso...
Bran lo interrumpió con sequedad:
-Sólo quiero que nuestro pueblo sobreviva, Gonar -gruñó-. ¡Prefiero morir antes que verlos convertidos en esclavos!
El viejo guardó silencio.
-¿Qué clase de rey sería si no arriesgara todo lo que tengo por mis súbditos? -inquirió-. ¿Crees que no sé lo que me espera si fracaso?
La voz de Gonar fue tétrica:
-Los demonios vigilan las marismas, Bran. Aquellos que tomaron ese camino no volvieron a ver la luz del sol. Puedes perder algo más que la vida.
El rey picto lanzó una carcajada salvaje.
-¿Cómo qué?
-Tu alma, por ejemplo.
Bran apretó el pomo de la espada que le colgaba en el cinto hasta que los nudillos se le tornaron blancos.
-Me da igual -masculló-. Haré lo que sea necesario para expulsar a los romanos de mi tierra. No permitiré que las legiones aniquilen todo por lo que hemos combatido durante siglos.
El anciano soltó un suspiro desalentado. Conocía a su rey desde el día en que nació, nada lo haría retroceder o cambiar de opinión; éste era tan testarudo como valeroso. Bran rememoró las negras historias de las Marismas de los Muertos; leyendas contadas en susurros a la luz de las hogueras de los campamentos; fábulas sobre criaturas monstruosas que vigilaban su territorio desde hacía eones... El rey picto sacudió la cabeza leonina y borró aquellos pensamientos de su mente: su destino estaba en manos de los dioses. Decidido, observó los cenagales que se dibujaban en el horizonte durante kilómetros; iba a necesitar un milagro para encontrar su objetivo. Un escalofrío supersticioso recorrió su espina dorsal y le erizó los cabellos de la nuca. El rey se despidió de su consejero:
-Gracias por acompañarme hasta aquí, Gonar -dijo-. Si no he vuelto al amanecer regresa a Baal-dor y reúne a los hombres. Lucha hasta que no quede uno solo de nuestros guerreros. No permitas que Roma nos esclavice como a otros tantos pueblos de Britania.
El anciano se incorporó y le estrechó la mano con fuerza.
-Suerte, Bran -musitó-. Entonaré una plegaria por ti.
Sin más preámbulos, el picto dio media vuelta y tomó el camino irregular que descendía entre las lomas. Poco a poco, su figura se fundió entre las tinieblas, internándose en un territorio tan odiado como temido. Gonar se quedó de pie, con la mirada llena de preocupación, sintiendo como algo valioso moría en su interior. Un murmullo se le escapó de los labios:
-Que los dioses te protejan, mi rey...
II - LAS MARISMAS DE LOS MUERTOS
Media hora más tarde, Bran alcanzó el bote que los había conducido hasta aquel lugar. Con movimientos ágiles, lo arrastró sobre la ribera del río y lo introdujo dentro del agua. El rey picto empuñó los remos y avanzó en dirección sur, ignorando los vapores fétidos que llenaban su entorno. Las primeras estrellas despuntaron en la oscuridad e iluminaron las marismas hediondas. Una vaga sensación de temor le invadió el corazón: estaba seguro de que algo lo estudiaba entre las sombras. Lentamente, cruzó los canales putrefactos, adentrándose en el corazón de las tinieblas, que parecían querer aplastarlo con su peso. La bruma se arremolinó alrededor de la barca y le atravesó los pulmones, impidiéndole respirar con naturalidad. Los nubarrones ocultaron la luna. Bran no podía encender una antorcha: si las leyendas eran ciertas la luz significaría su perdición. Sin prisa pero sin pausa, continuó adelante, sorteando los pequeños islotes rodeados de cañaverales. El ambiente sobrecargado lo hizo dudar de sus planes: puede que su empresa fuera un suicidio. El rey picto apretó los remos con fuerza y penetró en una laguna un poco más amplia que las demás. Un relámpago encendió las montañas distantes y retumbó sobre la tierra. Desde el cielo, una fría llovizna empezó a picotear las aguas, empapándolo de la cabeza a los pies. Bran se arrebujó dentro de la gruesa capa y forzó la vista: creía distinguir una sombra de gran tamaño a muchas brazas delante de su posición.
El silencio turbador que dominaba el páramo le impedía relajarse. A diferencia de otros lugares de Caledonia, en los pantanos no habitaba alma humana alguna. Los hombres de los cenagales, individuos mezclados con los celtas y los britanos, evitaban las marismas desde hacía muchos años. Aquella tierra dormida, cuyos secretos se perdían en los albores de la historia, estaba colmada de poderes intangibles desconocidos incluso para los sabios. Unas garzas levantaron el vuelo rompiendo la quietud del erial. Bran observó a los animales dar media vuelta en el aire y desvanecerse en la penumbra, asustadas ante la presencia del bárbaro invasor que se atrevía a desafiar los misterios de las lagunas. Una hora después, la silueta embarrancada entre los islotes adquirió sustancia propia, creciendo de tamaño según se aproximaba. Los altos juncos se arremolinaron en torno a la barca, arañando la quilla de madera, impidiéndole ver el camino con nitidez. El rey picto se introdujo entre los cañaverales, pasando por alto el viento cortante y la lluvia helada, con una determinación que iba más allá de la responsabilidad o del coraje. Nuevamente, tuvo la desagradable impresión de que unos ojos monstruosos acechaban sus movimientos. Nervioso, dejó de remar y escudriñó las sombras, listo para vender cara su piel. Algo parecido a una risa, carente de cualquier sentido del humor, se escuchó a su derecha. Bran se incorporó con el arma en la mano: la hoja centelleó como una línea de plata en la oscuridad. Tal como había aparecido, la voz se desvaneció, permitiendo que el silencio volviera a cubrir el páramo. El rey picto enfundó la espada y volvió a tomar los remos: quizá todo había sido producto de su imaginación. El lodo burbujeante fluctuó debajo de sus pies y emitió gases venenosos, enrareciendo aún más la atmosfera contaminada. Bran contuvo la respiración y traspasó la laguna: por fin había alcanzado su objetivo.
Las nubes se rompieron durante un segundo, permitiéndole ver los contornos del navío encallado entre los islotes coronados de hierba seca. El rey picto experimentó un temor reverencial desconocido: hasta la fecha nunca había visto un barco de aquella envergadura. De la vieja galera romana, semihundida sobre el costado de estribor, emanaba un aura de malevolencia indescriptible. La claridad mortecina de la luna llena desapareció y la negrura volvió a reinar sobre el erial. Bran apaciguó los latidos de su corazón y se limpió la frente llena de sudor; a pesar del frío y la llovizna, transpiraba. Un enorme boquete abría el casco a la altura de la línea de flotación. La superficie del barco había sido aniquilada por la intemperie y la humedad propias de la zona. El picto esperó unos minutos hasta que el pálido resplandor de las estrellas volvió a mostrarle los confines del pantano; al parecer aquella era la única entrada viable para acceder al cascarón. Mientras avanzaba hacia el agujero, la niebla proporcionó un aspecto fantasmal y amenazador al barco. ¿Cuántos valientes habrían perecido intentado descubrir los secretos que escondía en su interior? Bran apartó cualquier distracción de sus pensamientos y alcanzó la sombra del navío. La estela del bote levantó pequeñas olas que chocaron contra la madera podrida. De inmediato, arrugó la nariz, vencido por el hedor nauseabundo y penetrante que escapaba de las entrañas de la trirreme. La fetidez era idéntica a la de un campo de combate atestado de cadáveres. El rey picto hizo de tripas corazón y accedió al interior de la galera. Las tinieblas lo circundaron, propagando una gelidez profana y estremecedora, que erizó hasta el último poro de su anatomía. Con gestos rígidos, tomó un rollo de tela embreada del fondo de la barca y sacó una antorcha, prendiéndola con yesca y pedernal. La luminiscencia le mostró las aguas estancadas y ponzoñosas que llenaban la bodega a oscuras. Gracias a aquellas naves de guerra, con sus espolones de acero y dotaciones sanguinarias, Roma había conquistado todos los océanos del mundo. ¿Cómo demonios había naufragado aquel barco en las marismas de su país? Bran ató el bote a una cuaderna y saltó al exterior. El barro que cubrió sus pies le arrancó un escalofrío de asco. Con el arma en la diestra y la tea en la siniestra, caminó hacia el interior de la nave, buscando respuesta a sus preguntas.
III - UNA CANCIÓN DE LA RAZA
El rey picto avanzó con cautela, midiendo cada uno de sus pasos, dispuesto a enfrentarse con quien hiciera falta. El silencio de los cenagales no era nada comparado con el que reinaba en las entrañas de la trirreme. El agua sucia lo cubrió hasta las rodillas con su masa. Bran movió la antorcha de un lado a otro, intentado traspasar las tinieblas, cosa del todo imposible. Lentamente, fue penetrando en la bodega, alejándose del mundo exterior. Su pie tropezó contra un objeto indeterminado, haciéndole perder el equilibrio. Curioso, inclinó la tea hacia el suelo: un esqueleto le sonrió con sus facciones descarnadas. El rey picto reculó involuntariamente: su entorno estaba lleno de cuerpos devorados por los peces.
-¡Por todos los fuegos del Infierno! -gruñó-. ¿Qué diablos ha pasado aquí?
Bran contuvo el aliento a la vez que estudiaba los cadáveres cubiertos de jirones de ropa. Por el aspecto de los huesos quebrados, no le cupo la menor duda de que eran los antiguos tripulantes de la nave; cascos y armaduras oxidadas, junto a lanzas y escudos rotos, lo circundaban como un dosel lúgubre. Un susurro espectral rompió la quietud aplastante y le puso la carne de gallina. Bran se giró hacia atrás con la espada en alto, pero la negrura no le mostró nada. Las viejas supersticiones, heredadas de generación en generación, lucharon por controlar su temple. Quería gritar de angustia, huir a cualquier parte, escapar de las sombras que lo acechaban en la penumbra. Cualquier otro individuo hubiera sucumbido a sus temores, pero el rey picto, demostrando la pureza de su sangre y el valor de sus ancestros, resistió el impulso de regresar a la barca y buscar tierra firme. Inesperadamente, una hilera de cofres de hierro apareció delante de sus ojos. Exultante, Bran alzó el acero sobre su cabeza y lo descargó encima de uno de los baúles: la espada reventó la cerradura entre una lluvia de chispas carmesíes. A pesar de la oscuridad, distinguió el contenido del cofre: con aquellos lingotes de oro podría comprar la ayuda de Cormac na Connacht, príncipe de los galos del norte. El rey picto se congratuló consigo mismo: el sabor de la victoria era más dulce que el mejor vino. Entonces, cuando menos lo esperaba, algo le aferró la pierna con su tacto informe. Sobresaltado, lanzó un grito de repulsión al descubrir el miembro fluorescente, de aspecto gelatinoso, que pretendía arrastrarlo a las profundidades de la ciénaga. Sin pararse a pensar, impulsado por sus curtidos reflejos de luchador, hundió la espada sobre el tentáculo coronado por gruesas ventosas. El acero perforó la carne palpitante y diseminó un chorro de sangre negra en las aguas empozadas. Siseando, la extremidad desapareció en la penumbra, dejando una huella lóbrega tras su paso. Bran retrocedió a trompicones, vencido por un horror indescriptible. El estómago se le subió a la garganta y estuvo a punto de hacerle vomitar la cena que había ingerido pocas horas antes. Con la boca seca y los nervios a flor de piel escrutó las tinieblas, buscando a su rival, preparado para matar o morir. ¿Qué clase de criatura primigenia, desconocida para el hombre, habitaba en las Marismas de los Muertos? El rey picto supo que su presencia había despertado a la bestia que moraba en el erial antes de que el pueblo de los brezales surgiera de las catacumbas de la historia. La galera romana, ignorante de las leyendas del país que pretendió conquistar, fue destruida por el mismo ser que pretendía acabar con él.
-¡Adelante! -exclamó-. ¡No moriré sin prestar resistencia!
La criatura pareció aceptar su desafío y el barco osciló con brusquedad. Las aguas se alzaron como una mareada fosca e inundaron la bodega, creando pegajosos remolinos de espuma. Bran luchó por mantener el equilibrio y contuvo la estabilidad a duras penas. Los aparejos de la trirreme, carcomidos por el paso del tiempo, crujieron siniestramente al venirse abajo. Una fuerza imponente y destructiva, que escapaba de la comprensión de los seres humanos, había decidido hundir la nave. El rey picto pasó por alto sus miedos y se abrió paso hacia el bote; de no salir de allí lo antes posible acabaría en el fondo del pantano. El lodo ascendió a gran velocidad y devoró los baúles y los cuerpos de los legionarios. Bran lanzó un juramento entre dientes: su fervor por aniquilar Roma lo había conducido al límite de la autodestrucción. Una corriente de agua golpeó su cuerpo y le arrancó la antorcha de la zurda. A oscuras, cubierto de barro hasta el cuello, luchó por conservar una bocanada de aire en los pulmones. La galera, impulsada por los miembros infernales de su adversario, se rompió por la mitad y se deslizó hacia las profundidades. El picto cerró los ojos: su hora había llegado...
Las legiones romanas recorrían las tierras de Britania, inmisericordes, trazando un camino de fuego y sangre. Los cielos se oscurecieron, miles de soldados calzados con botas de hierro aplastaron la resistencia de los hombres de Caledonia, convirtiendo a los orgullosos pictos en pálidas sombras de lo que fueron. El pueblo de los brezales pereció, una tribu tras otra, derrotado por los rivales que habían reclamado su país como propio. El viento recorrió las colinas atestadas de túmulos funerarios, con su carga de cenizas y humillación, apagando los alaridos de los moribundos. Los muertos se revolvieron en sus tumbas, airados por el desagravio que habían sufrido, incapaces de volver a descansar en paz. Los años pasaron, mientras aquella raza indomable desaparecía bajo los depravados hábitos de sus conquistadores. Roma, como otros grandes imperios de la antigüedad, también sucumbió al lento declive que traen los años. Cualquier grandeza anterior, atesorada entre leyes escritas en tablas de piedra, desapareció sin dejar rastro. Los bárbaros que moraban en Europa, al descubrir que los hombres que tanto temían se habían vuelto vagos e indolentes, no tardaron en plantarles cara. Nuevos fuegos se alzaron en el horizonte teñido de escarlata, irradiando las ciudades de mármol que no tardaron en pasar a la historia, vencidas por individuos feroces y apasionados. Tal como había aparecido, el imperio romano se transformó en un jirón de niebla en la memoria de los hombres. Las hazañas de los ejércitos que antaño dominaron el mundo se desvanecieron en el péndulo del tiempo. Una religión despiadada remplazó a los viejos dioses. La cruz donde los romanos colgaban a aquellos que consideraban malhechores se convirtió en su símbolo. Los hombres del futuro, idólatras e ignorantes, olvidaron las fábulas del pasado, erigiendo iglesias y estatuas a su Dios. Los cristianos, tal como se denominaban a ellos mismos, instauraron su fe a lo largo y ancho del mundo conocido. La oscuridad de pensamiento y espíritu se apoderó de Europa, convirtiendo a las orgullosas tribus libres en individuos supersticiosos obsesionados por el pecado original. Bran Mak Morn, al ser testigo de los acontecimientos venideros, al saber que su pueblo no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir, rompió en sollozos...
El sol quebró las nubes grises y se deslizó sobre los cenagales. Exhausto, con el cuerpo convertido en una constelación de moratones y cortes menores, el rey picto abrió los párpados. La visión de la bóveda celeste lo hizo regresar a la realidad: parecía que aún no había llegado su hora. Bran se puso en pie, tenía las rodillas y los brazos cubiertos de rasguños y lodo seco. Instintivamente, su mano descendió a la altura de la cadera, para descubrir que había perdido la espada. Una brisa agitó los juncos ondulados y le refrescó el rostro. El rey picto intentó recordar lo acaecido después de que la nave fuera atacada, pero su mente estaba en blanco; lagunas más profundas que las que lo rodeaban le habían arrebatado la memoria. Con una expresión sombría, analizó los bordes del erial, buscando puntos de referencia para regresar al campamento donde Gonar lo esperaba. Su búsqueda había resultado una pérdida de tiempo, la galera romana yacía en el fondo del pantano, inaccesible para aquellos que quisieran poseer los tesoros que albergaba en su interior. Bran refunfuñó lleno de rabia:
-¡Malditas sean todas las criaturas del Infierno! He arriesgado el cuello para nada... ¡Volveré a Baal-dor con promesas vanas y la bolsa vacía!
La derrota le supo tan amarga como el destino que pesaba sobre su espalda. Ya no disponía de medios para comprar a los galos, tendría que confiar en que el destino le mostrara una solución más adelante, cosa que lo exasperaba del todo. El rey picto deseó haber muerto, no merecía seguir viviendo, la carga que suponía la conservación de su pueblo le resultaba insoportable. Deprimido, inspiró una bocanada de aire y cruzó el islote de un extremo a otro, impulsado por una voluntad sin límites. Bran apartó los pensamientos fatídicos que le pasaban por la cabeza: la autocompasión no le serviría de nada. Lentamente, avanzó hacia el norte, hasta que su figura se perdió en las marismas como una sombra. Sin saberlo, había dado los primeros pasos que lo convertirían en leyenda...
FIN
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