LA ESPADA SALVAJE DE CONAN #2
Solomon Kane
La llama azul de la venganza
Guión:
Alexis Brito Delgado
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse.
Edgar Allan Poe
I - EL PURITANO SOLITARIO
Año de Nuestro Señor 1.553
La bóveda entenebrecida colgaba encima del páramo desolado. Haces de sol iluminaban los altos juncos y anunciaban la llegada de la noche temprana. Una corriente de aire hizo cimbrear las riendas del animal. Los canales hedían de forma nauseabunda y propagaban el sonido de las bestias salvajes del lugar A la derecha, las montañas rasgaban el límite que separaba el cielo de la tierra, como una cuchillada dorado-rojiza que se extendía hasta las orillas del distante Mar Mediterráneo. A la izquierda, el camino intrincado y tortuoso que había recorrido desde Francia, a través de una Europa devastada por las guerras civiles y religiosas. Quedaban demasiados fantasmas detrás de sus pasos. La iniquidad de los hombres en el campo de batalla lo había obligado a abandonar los ejércitos en los que combatió. Ahora era un alma libre, el Señor guiaba sus pasos mientras se aproximaba a Florencia, impulsado por la llama azul de la venganza.
Bancos de niebla ocultaron la maleza enmarañada y deformaron las dimensiones del pantano, creando una atmósfera sobrenatural. Lo peor era la fetidez de las aguas, imaginaba siglos de locura humana, de sacrificios impíos, de enfermedades que podían hacer perder la cabeza a cualquier cristiano devoto de Dios. Incómodo, el caballo resopló y pisoteó la tierra con los cascos delanteros, levantando una nube de polvo.
-Tranquilo. -Una mano enguantada acarició el cuello del animal-. A mí tampoco me gusta.
El jinete apretó la capa alrededor de sus hombros, estudió aquella naturaleza amenazadora y encajó las mandíbulas: no sabía que camino escoger. Exhausto, limpió la suciedad de su rostro. Llevaba más de dos semanas sin tomar un respiro, cabalgando día y noche, detrás de un adversario que no se atrevía a dar la cara. El puritano inspiró aire, los mapas que había traído desde Inglaterra eran inútiles, en ninguno aparecía aquella ciénaga que abarcaba el horizonte hasta donde la vista podía alcanzar. Involuntariamente, acarició la culata del mosquete que colgaba por un lado de la silla. Los últimos días pesaban sobre su espalda y carcomían su espíritu, absorbiendo sus energías como una plaga.
- ¿Cruzamos o no? -preguntó a la montura.
De nuevo, volvió a experimentar la desagradable sensación de ser vigilado. Alguien pudiera estar esperando el momento adecuado para atacarlo cuando estuviera con la guardia baja. El inglés cerró los acerados ojos azules y rememoró a la joven que había encontrado en el linde del bosque, violada y torturada por Le Loup, el enemigo que se había prometido cazar. Abrió los párpados, una docena de flamencos rosados levantó vuelo y cruzó el cielo encapotado: la tarde vibró con el aleteo de sus alas.
El jinete se introdujo dentro de la marisma, e hizo caso omiso del animal, que avanzaba sin ganas, asustado por la atmósfera insana que los rodeaba. Poco a poco, atravesaron las aguas con los cinco sentidos alerta, expectantes ante la posibilidad de un ataque. El avance del caballo levantó ecos, el tiempo parecía congelado, suspendido sobre el lodo burbujeante que amenazaba con tragarlos. La oscuridad creció, apenas podía ver lo que tenía ante de sus narices. El chillido de un topo asustado lo hizo estremecer y le arrancó una blasfemia indecorosa. Las lagunas ocultaban misterios imposibles de responder: soldados masacrados, aldeanos desaparecidos, brujas quemadas y niños secuestrados por los sirvientes del Diablo.
Durante un instante, el puritano miró su figura duplicada sobre el agua: sombrero de ala ancha, sombrías vestiduras negras, botas de cuero hasta los muslos, y cinturón ancho, donde portaba un largo estoque enfundado en una vaina sin adornos, y dos pistolas de aspecto temible. Le costaba reconocer al mercenario enlutado y solitario, que lo observaba reflejado sobre las lagunas, sentado sobre su montura. Su infancia en Devonshire había muerto, el pasado ardía miles de kilómetros atrás, era una imagen abstracta que no le proporcionaba ningún consuelo.
El inglés se secó el sudor de la frente con un pañuelo escarlata. Entonces, durante un instante, una sombra cruzó los cañaverales. Tenso, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, miró las hierbas e ignoró los vapores venenosos. Tiró de las riendas con fuerza, pero fue inútil, su instinto de luchador le advertía que tendría problemas. El jinete hizo retroceder al caballo, vadeó una laguna un poco más profunda que las otras, e irrumpió en un claro rodeado de juncos retorcidos. Tuvo la tentación de utilizar pedernal y eslabón para prender la yesca, pero no quiso atraer a nadie en su dirección, intuía que la luz lo volvería vulnerable, un riesgo que no estaba dispuesto a correr. Mareado, apretó el puño de la silla y recuperó el equilibrio. Los efluvios de la ciénaga le estaban jugando una mala pasada, no tenía que haberse arriesgado a cruzarla a aquellas horas de la tarde: su temeridad podía conducirlo a la autodestrucción. Se había perdido. Apretó los flancos del animal y se dirigió hacia un islote situado a su diestra, con la esperanza de encontrar el sendero que lo había conducido hasta allí. A través de la bruma, durante un latido de su corazón, contempló una cara familiar, que se ocultó en las tinieblas...
II - UNA APARICIÓN DEL PASADO
Un murmullo escapó de su boca seca:
- ¿Padre? -inquirió con recelo-. ¿Eres tú?
-Solomon...
¿Había escuchado la voz del difunto Josiah Kane?
- ¿Padre?
Una oleada de temor ascendió por su columna vertebral.
- ¿Padre?... ¿Estás ahí?
La sangre le zumbaba en los oídos. Un hervidero movedizo le cubrió el cuerpo: enormes mosquitos chocaron contra su anatomía. El jinete agitó la mano, apartó a los insectos y taladró la negrura con la mirada, buscando el rostro de su progenitor.
-Siento haberte decepcionado, padre -susurró-. Los Tudor exterminaron a nuestra orden sin que pudiéramos evitarlo.
Su confesión se desvaneció. Quedaban pocos minutos de luz diurna, pronto estaría a merced del terreno traicionero, encerrado entre las algas cubiertas de espuma.
-He sido un buen cristiano, padre -explicó-. Jamás me he apartado del camino recto.
De nuevo el silencio sepulcral, matizado por el zumbido de los mosquitos, le hizo tener la impresión de que estaba a punto de perder la cordura.
- ¿Dónde estás, padre?
La neblina no le ofreció ninguna respuesta, el ambiente le impedía respirar con naturalidad, el cieno pareció aumentar de espesor por segundos.
-Padre...
Su progenitor emergió entre las cañas, montado encima de un ruano de gran altura y se dirigió hacia su posición. Su figura era borrosa, una impresión de triste bondad cubría su aura espectral, la misma que vio en su rostro el día de su funeral, hacía más de una década.
- ¡Dios Todopoderoso!
Josiah Kane susurró con voz ronca:
-Ten cuidado hijo -señaló-. Los pantanos de la Camarga rebosan de peligros.
Solomon tenía la carne de gallina.
-¡Brujería! -farfulló- ¡Esto es cosa de Satanás!
Su padre continuó hablando a eones de distancia.
-He vuelto del más allá para advertirte que temo por tu vida...
Un juramento escapó de los labios de Kane:
-¡Por Lucifer! -exclamó-. ¿Por qué me atormentas con tu presencia?
La figura comenzó a desvanecerse.
-He de irme -musitó-. Recuerda que siempre te querré, hijo mío.
Un puño angustioso apretó las entrañas del puritano.
- ¡Padre! -gritó-. ¡Vuelve, padre!
El espectro de su progenitor se despidió.
-Nos encontraremos en el Reino del Señor, Solomon...
III - LOS ACÓLITOS DE SATANÁS
Antes de que pudiera reaccionar, el cuerpo cambió y se convirtió en una máscara cruel: el filo de una espada buscó su cuello. Kane retrocedió, impulsado por sus entrenados reflejos, y esquivó la hoja que le lamió la nuez de Adán. Velozmente, sacó el cuchillo de la funda y lo hundió en la rodilla de su atacante: un aullido rasgó la niebla y rompió la tranquilidad de la ciénaga. Un caballo irrumpió entre los herbazales, sus belfos soltaban borbotones de saliva, con los ojos enrojecidos. Atontado, desenvainó el estoque y paró un hacha a duras penas: una lluvia de chispas azules empañó su campo de visión. Dando un tirón a las riendas, saltó hacia delante, escapó de sus adversarios y ascendió a una isla de hierbas quemadas por el sol. Una flecha se clavó en su hombro. El aguijonazo, a la altura del deltoides, lo obligó a rechinar los dientes. Tres enemigos tomaban posiciones, Solomon Kane reconoció del tipo que eran de inmediato: bandidos, asaltantes de caminos, escoria que creían que habían encontrado una presa fácil. El puritano arrancó la flecha, sacó el pistolón y disparó: el proyectil cruzó el aire y lanzó hacia atrás al primer hombre que lo había agredido. De inmediato, guardó el arma y detuvo la embestida del hacha: la fuerza del golpe le insensibilizó el brazo y le produjo un calambre hasta el hombro.
- ¡Te mataré! -Lo amenazó el rufián-. ¡Me comeré tu corazón!
Kane le dio un cabezazo y le rompió la nariz. La sangre le salpicó los ojos y nubló su visión. El hombretón lanzó un grito rabioso, sus ojillos porcinos se llenaron de lágrimas, y se llevó la zurda a la cara ensangrentada. El inglés aprovechó la oportunidad y cortó la cincha de la silla: el gigante resbaló y se hundió como una roca en el cieno. Otra flecha rozó el cuello de Solomon. Este clavó los tacones en las bandas del animal, traspasó los cañaverales y descargó la espada contra el casco que cubría la cabeza del arquero. La hoja atravesó el cráneo hasta la mandíbula: trozos de masa encefálica saltaron de la espantosa herida. El puritano se volteó, el hombretón cruzaba el claro enarbolando el hacha alzada sobre los hombros, dispuesto a asesinarlo. El caballo relinchó, herido de muerte, con el costado abierto: sus entrañas se derramaron sobre el limo removido. El agua invadió sus pulmones, Kane sacó la pierna de debajo del cadáver del animal, levantó el estoque y contuvo la arremetida de su contrincante. Escupiendo lodo, le propinó una patada en la entrepierna. El bandido brincó hacia atrás soltando juramentos. El inglés se incorporó y se arrancó el sombrero inundado de barro: la porquería no le permitía ver nada. Su expresión taciturna y llena de amargura había sido sustituida por el odio. El gigante se recuperó. La hoja del hacha acarició la cara de Solomon y le abrió un tajo en la sien. Kane dominó el dolor, cambió el arma de mano, pasándola de izquierda a derecha, y la hundió hasta la empuñadura en el estómago de su rival. El hombretón chilló, desaforado, y atrapó la hoja con las manos desnudas: expiraba como un condenado en la cruz. El puritano retorció el estoque, sádicamente, disfrutando con su espantosa agonía. La vida abandonó al gigante, el cual puso los ojos en blanco y emitió un estertor ahogado.
- ¡Bastardo! -maldijo Solomon-. ¡Púdrete en el Infierno!
Irritado, enfundó la espada, temblaba por la tensión. Tambaleándose, apretó la herida y cortó parcialmente la hemorragia, que no paraba de sangrar. Uno de los caballos miraba el cadáver de su dueño, nervioso, con los ojos inflamados por el miedo. Kane lo agarró por las riendas y procuró calmarlo. Agotado por la batalla, se aproximó al islote y lo ató a una raíz que sobresalía entre las hierbas. Después, registró los cadáveres y se apoderó de sus escasas posesiones: unas pocas monedas de cobre, alforjas con víveres, pedernal de repuesto y una cuerda de buena factura. Aborrecía desvalijar a los muertos, pero no podía andarse con remilgos, había agotado las baratijas que guardó antes de salir detrás de Le Loup, necesitaba todo lo que pudiera encontrar para continuar adelante. Más tarde, recuperó sus pertenencias, ensilló a su nueva montura y arrastró a los dos corceles detrás, atados a la perilla de la silla. No podía quejarse, continuaba vivo, pocos hubieran logrado sobrevivir a aquella emboscada. Lo sentía por el caballo, fue un buen compañero de viaje, merecía algo mejor que un hachazo en las tripas. Cuervos siniestros surcaron los cañaverales, atraídos por el olor de la sangre, preparados para darse un festín.
- ¡Que os aproveche, pequeños! -dijo el inglés, sarcástico.
La frase murió en sus labios, una mano helada apretó sus miembros y le paralizó el corazón. Entre las volutas de humo, contempló el auténtico aspecto de los cadáveres: eran seres putrefactos, de piel apergaminada, con colmillos similares a los de las bestias, vestidos con harapos sarmentosos que hedían a corrupción. Aterrorizado, reculó a trompicones, su mente cristiana no podía creer lo que veía, si lo admitiera perdería la razón. Finalmente, Kane se dirigió hacia el este, le quedaba mucho camino por recorrer hasta llegar a Italia, buscando la salida de la ciénaga...
FIN
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